Venezuela #2 – Choroní

Viajar con un pedófilo es complicado.

Lo último que habíamos comido era esa medialuna pedorra de jamón y queso que te dan en LAN. Habían pasado 24hs desde nuestra partida y agotados nos dirigimos al malecón de Choroní. Era más tranquilo de lo que esperaba, acostumbrado a pasar fines de año como los de Cartagena o Río de Janeiro (sorryyyyy). Cada noche la única música que se escuchaba provenía de un auto distinto, equipado con la última tecnología de audio para autos. Muy impresionante. Autos-Boliche. Y siempre saturando, y siempre música costeña.

Me pedí una hamburguesa, Ale una arepa, y nos sentamos a degustar. La hamburguesa un descontrol de sabores, una fiesta de los sentidos. Y al mismo tiempo un sinsentido (¿). Las chilenas, como toda adolescente, se comieron una bolsita de Lay’s o el que corresponda en este país. Marcos, el argentogay, se pidió otra arepa. Cosa de gays.

Las chicas se fueron a buscar el pisco (habían traído varias botellas), y nosotros nos pusimos a recorrer un poco el malecón. Una camioneta era la protagonista musical de la noche. Sonaban la salsa, el merengue y el reguetón. Un grupito de gays bailaban con sus chicas cerca de la camioneta. Uno de ellos tenía un movimiento de cintura envidiado por la misma Thalia. Muy impresionante. Las chilenas se lo quedaban mirando impresionadas. Además, algunos grupos de argentinos (varios) y venezolanos comunes (NO GAYS). Perdón.

En la mesa de al lado a la nuestra, había un grupo de argentinos. Unas mujeres hermosas. Conversamos un rato con algunas de ellas. A Ale le parecían viejas (tenían 25 años), y una de ellas no le gustaba porque fumaba (HERMOSA).

Empezaron a sonar unos tambores. Choroní se había transformado en una curiosidad para mí, porque a toda persona a la que le preguntaba por fiesta, por año nuevo en Choroní, me contestaba: “Muy buena! Hay tambores!”. ¿Pero de qué me hablan?, pensaba yo con cara de “¿Pero de qué me hablan?”. Y ahí los vi: 3 troncos de árbol huecos tumbados en el piso, y las manos de los músicos deslizándose hábilmente, manteniendo calientes los parches que tapaban uno de los agujeros de los troncos. Frente a ellos, en un espacio muy reducido, el baile del momento, que podía tratarse de una mujer sola, agitando con mucha velocidad las piernas al tiempo que meneaba la cintura, o bien de una pareja, que rotaba intempestivamente, que mutaba con un empujonazo, o con un simple toque como si de la mancha se tratase. Para ilustrarlo más correctamente: la pareja bailaba, y cuando otro hombre se sentía irremediablemente atraído hacia la fémina, o bien hacia la música, empujaba al hombre de la pareja y entraba a bailar con la mujer. Todo con mucha fluidez y naturaleza. En absoluto forzado. Lo mismo podía ocurrir con las mujeres: una criatura hermosa bailaba increíblemente bien en el centro del grupo, sin dejar que ningún hombre se le acerque, pero todos alrededor maravillados, cuando una gorda se le paraba al lado y empezaba a sacudir el cuerpo de una manera impresionante, como “la batidora”. La criatura celestial intentaba sostener el ritmo de la otra pero le parecía imposible. A lo mejor estas líneas aburran, pero fue de lo que más me flasheó en el viaje. Algo muy parecido al sexo, o más bien a una orgía, pero incorporando cambios de pareja al ritmo de la música. Las miradas… es como para 10 párrafos más. Se sostenían la mirada, se gozaban, histeriqueaban, tenían sexo mientras bailaban.

Las chilenas cayeron con guarapita, una bebida típica de la costa venezolana, o de la zona de Choroní, no estoy seguro. Es aguardiente con maracujá. Le entramos duro a eso, durísimo. La noche comienza a deformarse a partir de este momento, a tener sabor a maracujá, a aguardiente, a cerveza, a sexo, a tambores, a música saturadora de un auto, a conversaciones con argentos, con venezolanos, con vendedores de tabaco borrachos, a la mezcla de todo. En cámara rápida veo pasar la noche: intento bailar tambores con Jose, una de las chilenas, vamos a comprar más guarapita, miro más tambores, intento escuchar el sonido del mar pero sólo lo veo, amarillo, tungsteno. La cámara rápida se detiene y estoy parado junto a un banco del malecón, con Jose a mi izquierda, Angie (hermosa, inmaculada, intocable) a mi derecha, y sentados en el banco Ale y Cami (a quien ya le había tirado de todo, en éste orden: 14 chasquibum, 3 petardos, 2 rompeportones, 18 rottweilers, 45 torpedos submarinos, 12 uzis de ráfaga automática, y finalmente 4 bombas nucleares; fracasado en cada intento). Fue entonces cuando Ale propuso, con sus dotes de madrij – que no sé de dónde sacó -, decir lo que queramos en 30 segundos. Empezó él (en realidad quería una excusa para que lo dejemos hablar 30 segundos): le tiró otra bomba nuclear a Cami. Era mi turno. Sin preámbulos me volteé hacia Jose, le sostuve las manos, le dije que me mire a los ojos, y le dije: “me gustaría ser una lágrima, para nacer en tus ojos, vivir en tus mejillas, y morir en tus labios”. Las cosas que hacemos con un par de guarapitas. Cámara rápida nuevamente, y estoy sentado en el malecón a solas con Jose. Vemos a Ale haciendo desastres con Cami. Ella permitiéndole algunas, él enroscado, con una pierna atrapándola, y con una mano por debajo de la remera intentando acercarse a la zona pectoral. Le dije que ahora no estaba tan distante como el resto del día. Me empezó a contar de su desconfianza a los hombres, contándome su historia familiar. La voz le temblaba, y por momentos parecía a punto de quebrarse en llanto. No la contaré, no me parece. Le pregunto si quiere ir a caminar. Dale, dice. Listo, pienso.

Nos sentamos a unos 100 metros del resto, en un botecito que pocas horas después saldría a pescar. Había demasiada confianza, definitivamente estábamos conectados en ese momento. Vicentico diría: “porque todo el que queda es un padre para mí”. Ella no era un padre, pero era todo. Finalmente se había terminado el diálogo superfluo que de qué trabajás, qué estudiás, y hablábamos en serio, como personas. Nos contábamos nuestras cosas. Le pedí que no se vayan al día siguiente de Choroní. Y dejémoslo ahí, mejor. Quién diría que con un nuevo sol, y sin alcohol de por medio, ella se transformaría de nuevo en una pendeja chilena pinochetista seca y aburrida. Y respondiendo a un potencial mail de Zetu: “Loco, me leí todo eso y en ninguna parte entendí si la pusiste o no”. No, no la puse. Pero porque a mí no me parecía. No, mentira, esa noche no quiso.

Llegamos a Iguanacción, nuestro camping, cuando ya todos estaban dormidos: sus amigas, mi amigo, y Marquitos.

Similar Posts

3 Comments

  1. menos mal que aclaraste si la habias puesto porque yo me preguntaba lo mismo.. La puso o no la puso? entonces… se enamoraron o ella se trasformó en rana con la luz del sol??? fue todo un sueño loco…

    1. Hablando de sueños, lee el que tuve ayer. Ibamos en un micro con aire acondicionado a -50 grados centígrados. Un frío desolador. Nosotros, ya acostumbrados, subimos LITERALMENTE con 3 buzos y la bolsa de dormir. Atrás mío había un koreano, que pobre, había subido con el shortcito que usaba Kempes en el mundial ’78 y una remerita musculosa. En un momento de la noche el micro paró y lo escuchamos sufriendo. Yo tenía en mi mochila uno de mis buzos que no estaba usando, pero estaba muy metido adentro de la bolsa de dormir y era un quilombo ir a buscarlo. Medio que la inercia hizo que me duerma sin ayudar al pobre Koreano, pero en mis sueños la culpa pudo más, y juro que soñé que tenía una frazada y se la daba al pobre koreanito. Y así me liberé de la culpa y pude dormir como un bebé calentito. Cuando me desperté el koreano había muerto, y la frazada no estaba.

Leave a Reply to Z Cancel reply

Your email address will not be published. Required fields are marked *