Guyana #9 – Lethem

            Decidimos dar una vuelta y ver si encontrábamos un hotel más barato. En la esquina conocimos a Wilson, un gordo gigante de Guyana, casado con una brazuca, que nos hablaba en portugués. Gordo putañero. Nos recomendó que vayamos a un hotel en la zona del “ghetto”. Un amigo de él se ofreció a llevarnos. Supongo que no nos habrá gustado mucho la idea, porque 30 segundos después estábamos alojados en el hotel cheto y caro, con la promesa de ir a un cajero en Brasil al día siguiente, sacar plata, y pagar la noche.

            Mucha opción no teníamos: tuvimos que cenar en el hotel y cargar los gastos a la habitación. Nos bañamos con la ropa puesta (única muda que llevábamos), y no recuerdo cómo hicimos después para salir. Ale se quedó en el cuarto con un ataque de tos que lo hizo sufrir mucho. Yo me fui al bar de la esquina. Era sábado a la noche, y la actividad del lugar era el karaoke. Los aplausos se los llevó un travesti gordo que cantaba con una voz femenina muy afinada.

La tos de Ale

            En esas estaba, gastando los últimos reales que nos quedaban en cerveza, cuando se me acercó – después de algunos cruces de miradas – Zenita, una mulata 6 mochilero, con una botella de agua en la mano, y una sonrisa en el rostro. Se la veía feliz, interactuando con todas las personas del lugar. A su colección de interacciones sólo le faltaba yo. Le dije que afloje con el agua, o alguna boludez así, y después de 3 pistas: agua, vegetariana, feliz, me arriesgué a decirle que era parte de El Arte de Vivir. Bingo. Una fanática. En todo Guyana hay 3 instructoras de El Arte de Vivir nada más, y yo tenía enfrente a una de ellas. Había estudiado para instructora en Buenos Aires, y estaba en Lethem guiando grupos hacia la tolerancia a las diferencias en orientaciones sexuales. Me presentó al travesti que cantaba karaoke, y a sus “amigas”. No creo que se me pueda calificar de homofóbico si digo que eran los bichos más feos que vi en mi vida, incluyendo a Gregorio Samsa. No lo digo por homofóbico, lo mismo podría decir de un grupo de mujeres feas, o de cucarachas. Pero simpáticos. Zenita me invitó a las charlas, y le dije que a lo mejor iría. Lo dije en serio, creí que podía ser interesante. Como cuando estábamos grabando Las Excusas NO se Filman y nos ofrecieron ir a buscar extras a una escuela de gente con “capacidades especiales”: esperábamos corkys deformes, pero no tuvimos tanta suerte.

            Evidentemente, si yo seguía hablando con Zenita rodeado de travestis, es porque o bien la conversación me interesaba, o bien porque la quería poner (no, a los travestis no). Espero que las siguientes líneas esclarezcan las razones de mi insistencia en la conversación: Le dije a Zenita que me había encantado El Arte de Vivir, que lo había hecho muchas veces, y que era fanático de las Yoga Raves. Sí, adivinaron, la quería poner. Me dijo que si yo iba a Georgetown, podíamos encontrarnos con ella y sus dos amigas instructoras, y les contaba de las Yoga Raves de Buenos Aires, así las ayudaba a organizar una en Georgetown. De pronto, la decisión de no ir a Georgetown empezó a diluirse en promesas de encuentros con 3 instructoras de yoga. Nos fuimos juntos al hotel, le dije algún piropo y me respondió, sin ponerse a la defensiva, algo así como: “cuando vos le decís un piropo a alguien, el que tiene que ponerse contento es su creador”. A lo que contesté: “sí, ¿pero yo ahora dónde la pongo?”.

            Antes de dormirme, le mandé un email al Tibu, mi amigo instructor de El Arte de Vivir, y le dije algo así como: “Tibu, ¿¿en qué carajo consiste una Yoga Rave??”. Las cosas que hay que hacer…

            Al día siguiente, muy temprano, nos encontramos con Zenita y 3 amigos desayunando en el hotel. Yo me escondí detrás de la mesa para que no vea que seguía con la misma ropa, y me puse a gritar OHM para que vea que amo el yoga, la meditación y El Arte de Vivir: todavía la quería poner. Le comentamos de los ataques de tos de Ale – o más bien ni hizo falta comentárselo, se dio cuenta sola – y nos explicó que la salud pública era gratuita en Guyana, inclusive para extranjeros. No sólo los servicios, sino también los remedios. Un amigo de ella, en extremo amable, se ofreció a llevarnos al hospital por la tarde.

Mientras Ale se recuperaba de una pésima noche con ataques constantes de tos, me fui a Brasil a sacar plata. Fue una ardua travesía: sólo tenía plata para un taxi, y decidí guardarla por si el cajero de Brasil no funcionaba. Caminé una hora bajo el sol caribeño, sin haber desayunado, y con mucha sed. Conocí el interior de Lethem. Tuve que preguntar varias veces, pero finalmente llegué hasta la frontera Guyana – Brasil. Ahora sí, podía buscar un taxi que me cruce al lado brasilero y me alcance a un cajero. No tuve tanta suerte. Decidí caminar hasta Brasil.

            Un tachero me dejó – previa negociación – en un cajero automático: el único del pueblo. Con 500 hermosos reales volví a Lethem, esta vez sí en taxi. Pagamos el hotel, habremos almorzado – no recuerdo dónde – y tomamos la desquiciada decisión de irnos a Georgetown. No está de más recordar que teníamos sólo lo puesto. Ni un cepillo de dientes llevábamos. Ale fue el elegido para volver a hablar con Kill Bill. Por supuesto, la situación era por demás extraña: la noche anterior nos habíamos alejado acusados de racistas, vituperados por un energúmeno ser flandereano, y ahora volvíamos, con las cabezas gachas, pidiendo lugar nuevamente. Kill Bill le dijo que tenía lugar. Ale volvío a confirmar conmigo, y cuando fuimos a verla ya había vendido nuestros lugares. Ya teníamos Georgetown fijado en la mente, así que salimos desesperados a buscar otras “empresas de transporte”, si se las puede llamar así.

            Pero antes, teníamos que cumplir con nuestra cita hospitalaria (hospitalaria por “hospital”). El amigo de Zenita nos alcanzó al hospital – que quedaba a 10 cuadras del hotel – mientras nos contaba cuál era su trabajo: educar en siembra y cosecha a gente pobre del interior de Guyana. Estábamos en nuestra salsa: instructoras de yoga, educadores sociales, hospitales gratuitos, etc. Un súmmum de zurdos. Siendo yo un escéptico patológico, y Ale un macrista empedernido, teníamos tanto por destruir que no queríamos perder el tiempo.

            En el hospital nos atendieron casi inmediatamente. El médico era un negro más que agradable que había estudiado en Cuba. Hablaba varios idiomas. Pocas veces han sido más claros dándome diagnósticos. Un genio (esto es para alejar rumores de racismo – el pibe era NEGRO). Nos fuimos con una botella de NyQuil cada uno (expectorante) y unos antibióticos para Ale.

Ale con su NyQuil

            Guyana me daba cada vez más la sensación de un país que se manejaba como un pueblo: 800 mil habitantes implican eso, supongo.

            Y ahora sí: a buscar transporte hacia Georgetown. Nos indicaron que doblando 4 cuadras a la derecha, 6 a la izquierda, 2 derecho, y en la casa rosa de la esquina a la derecha de nuevo, nos encontraríamos con USP, una empresa de transportes. Eso mismo, pero mucho más confuso dicho en el inglés de Guyana, hizo que terminemos absolutamente perdidos. Frenamos una 4×4 de millonario que venía en nuestro sentido. Bajó la ventanilla un pibe de unos 30 años, cadenita de oro, blanco, brasilero, Kaka. Al escuchar la pregunta, se bajó, inclinó su asiento y nos invitó a subirnos. A su lado iba su esclava, que a su vez era su mujer. La trataba como una boluda, o como una puta, o como una mezcla de ambas. Y a lo mejor se lo merecía, no lo sé. Discutían por algo, por algo relacionado a su trabajo. El brazuca resultó ser el dueño de una empresa de trata transporte de personas hacia Georgetown.

            Lo primero fue asegurarnos que en la combi no vayan más personas que las que entraban: 3 por asiento más el conductor. El brazuca nos lo aseguró mirándonos a los ojos. Perfecto, al fin una persona de un país vecino que habla un idioma similar y que nos es sincero. Blanco tenía que ser. Al final hicimos bien en ser racistas.

            Hicimos una escala en un complejo extraño, donde bajó la mujer del brazuca, estuvo un rato, volvió con un helado, y siguieron discutiendo por algo relacionado con el complejo. El brazuca nos dijo que ahora nos acompañaría a nuestro hotel a buscar nuestras cosas. Mis talentos narrativos no me permiten describir la cara que puso cuando le dijimos que “nuestras cosas” eran lo que teníamos puesto. ¿Pero van a ir hasta Georgetown con sólo eso? Y sí…

            Nos dejó en otro complejo muy extraño. Subimos unas escaleras, e interrumpimos la siesta de una mujer de unos 30 años que roncaba balanceándose en una hamaca paraguaya del primer piso, con vistas al patio del complejo. Antes de pagar, nos reaseguramos que la cantidad de pasajeros no exceda lo normal.

            Nos sentamos a esperar. A nuestro lado, en una mesa redonda con sombrilla de paja, un grupo de gordos festejaban tomando alcohol e invitando a pasajeras – que irían con nosotros en la combi – a festejar con ellos. No me quedó claro si ya las conocían de antes, o si simplemente eran unos caraduras. El tiempo le daría la razón a la segunda opción. Eran 5 gordos, con las camisas entreabiertas, las panzas al aire. Sobre la mesa había más de 20 cervezas, botellas vacías de whisky y de ron. Me preguntaba si alguno de esos sería nuestro chofer por las siguientes 16 horas. Ya nada me sorprendería.

            Llegada la hora de la salida, nos subimos a la combi. Nuestro chofer era un negro alto más concentrado que el ratón Ayala. No había estado bebiendo. Eramos 5 en la combi nada más. Un lujo. Manejó a una velocidad inusitada, y nos dejó en la frontera con Brasil. No entendíamos nada, y nadie quería explicarnos. Resultó que había que marcar la salida de Lethem.

            Volvimos a subir a la combi, y nos dejó nuevamente en el complejo de los borrachos. Ahora sí, nuestro chofer ratón Ayala negro slim empezó, concentrado como cazador de leones, a cargar los bolsos al techo de la combi. No sonreía, no miraba a nadie, esa era su tarea y pensaba cumplirla sin errores. Terminada la tarea, se acercó a la mesa de los borrachos, en donde también estaba sentado su jefe brazuca – el que nos había llevado -. Los borrachos se callaron, aún teniendo un nivel jerárquico superior. El negro Ayala inspiraba respeto.

            Nos subimos todos a la combi, y para nuestra sorpresa: estaba sobrevendida. Iban 4 personas por asiento, y querían meter una 5ta en el nuestro. El brazuca había desaparecido. La mujer que nos había vendido los pasajes estaba ahí, y Ale le repetía: “you told us, remember? You told us there were 3 per seat”. La mujer sonreía, sin contestar. De la mesa de los borrachos, un gordo gigante se levantó y preguntó qué pasaba. Ale le explicó. El gordo empezó a gritarnos sacado: “AIM DE BAS JIR”. Ale me miraba como constipado. Yo, al no entender su mirada, gritando por encima de los gritos del gordo, le pregunté: “¿Estás constipado?”. El gordo gritaba cada vez más fuerte, viendo que nuestra conversación se había desviado. Finalmente entendí lo que estaba diciendo: “I’m the boss here”. El gordo decía que él decidía cuántos subían al micro y cómo, y que nosotros nos teníamos que curtir. Por supuesto, siempre quedaba la opción de bajarnos y no viajar. Ale se veía más inclinado a tomar esa decisión, pero yo ya tenía Georgetown en la cabeza, y no me importaba comerme un viaje de 16 horas compartiendo costillas con mis vecinos de asiento. Noté que el espacio entre las costillas es lo suficientemente amplio como para que te entren las costillas del de al lado. La discusión fue bastante más tensa y más jodida que lo que describo. El gordo era violento en serio, y no daba contradecirlo. Con muchísima calentura, sintiéndonos realmente estafados, partimos hacia Georgetown.

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4 Comments

  1. estaba constipado o no al final, pobre ale le pasan todas.
    pd. tu chamuyo da miedo. sos capaz de cualquier cosa.

  2. Holaaaaaaaaaa!!! Soy una colega argenta de Zenita! Decime que tenes algun contacto de ella!!!!
    Besote!

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