Venezuela #4 – Choroní
Eran las 5 de la mañana del primer día del año, y en una de las oleadas “neutras” de la pepa – uno de esos momentos en los que muchos dicen “no me pegó” – nos encontramos sentados en un tronco del malecón de Choroní Ale, la colorada yeta, y yo. A nuestro alrededor los tambores habían detenido su marcha. A lo lejos se escuchaba una cierta música que en este estado nos era absolutamente ajena. No lo recuerdo con precisión, pero probablemente por el estado y la hora, mirábamos a la colorada, aunque yeta y fea, con ganas. Intentando justificar nuestro estado alienado, sin que nos lo haya preguntado, le dije: “estamos de pepa”. Confesó que nunca había probado, y preguntó si podríamos convidarle. Le advertimos que eran las 5am, y que el efecto podía extenderse unas 12 horas, y aún así quiso probar. Un cuartito para ella pues.
El día había transcurrido sin sobresaltos, yo me lo tomé como una concentración para la noche. Las chilenas habían decidido pasar el año nuevo en Joao (o Choao), y suponemos que Miguelito también, porque no lo volvimos a ver jamás. Nos despedimos de las 3 histéricas (me encanta calificarlas de histéricas cuando no te dieron bola – o mejor aún de lesbianas). Nos despedimos de las 3 lesbianas chilenas, y pasamos gran parte del día en la playa, en la posada, o arriba de una montaña donde había una estructura de metal con forma de barco desde donde se veía el infinito del mar, y todo el pueblo. Pasamos como una hora ahí charlando, viendo pasar el año, un lindo momento.
Ale se tiró a dormir una siesta, y yo me la pasé haciendo planes para la noche. Cómo comprar hielo para los cubas libres que íbamos a hacer con el ron que habíamos comprado y el fernet que habíamos traído sin que se derrita, conseguir coca cola y no pepsi, etc. Cerca de las 19hs me tomé el cuartito, y le dije a Ale que haga lo mismo, pero estaba dormido. Le dije que no importaba, que se ponga el cuartito debajo de la lengua y sigua durmiendo, en algún momento se iba a despertar. Pero no quiso. Cerca de las 20hs se tomó su cuartito, yo ya estaba trepándome por las paredes.
Fuimos a la pizzería de un italiano. A Ale como siempre le gustan las pizzas onda yanquis (con jamón, carne, pollo) y a mí los clásicos (muzzarella, napolitana). Promediamos algo y pedimos Yo estaba como loco, no podía estar sentado, el cuerpo me estallaba en escalofríos. De a poco nos fuimos bajando el fernet, terminando la pizza, y acercándonos al momento de salir. Al lado nuestro cenaban unas chicas noruegas de unos 16 años, y en la mesa siguiente, sus padres. A una de las pendejas la habíamos visto en la montaña con el monumento de Jesús, junto a sus padres, y recuerdo haber visto a madre e hija, las dos lindas mujeres, y pensar: qué fuerte debe ser el momento en el que una madre se da cuenta que los hombres miran más a su hija. Es como decía Blas Eloy Martínez: “con el nacimiento de mi hijo me di cuenta muy claramente que yo estaba más cerca de la muerte”.
Pagamos en dólares. Perdón, me distraje. Están pasando una peli que de por sí parecía buena, y después apareció Clint Eastwood en sus mejores épocas. Estación de buses de Ciudad Guayana, Venezuela, pero nada que ver con lo que estoy contando. A esta altura ya estuvimos en Brasil, en Guyana, y estamos camino a Mérida. Clint Eastwood debía ser para la generación de nuestros padres lo que Bruce Willis es a la nuestra, ¿no? Falta que Bruce dirija películas poco sutiles y obvias.
Pagamos en dólares y salimos a la calle. Se escuchaban a lo lejos los fuegos artificiales, a los que nos acercábamos con cautela. Cada explosión sacudía nuestros sentidos hiper-sensibles. En Ale esto se hacía más evidente por varias razones:
- Con cada petardo saltaba 3 metros en cualquier dirección al azar.
- Hacía comentarios como: “Esto prueba que soy una persona nerviosa”
- Caminaba con tapones de oído todo el tiempo, pero no sólo con tapones de óído, sino también con el hilo naranja que iba de tapón en tapón, por debajo de su pera.
Los que lo conocen pueden imaginarse muy bien a Ale, un tanto encorvado para proteger su cuerpo, con la cabeza inclinada hacia adelante, saltando de lado a lado con cada explosión, y los tapones de oído. Sospecho que muchos petardos eran dirigidos expresamente hacia nosotros por ser Ale una persona nerviosa, para diversión de los niños del lugar. De todas formas el ser una persona nerviosa y además estar de pepa, complicaba un tanto las cosas. Ale tuvo que aislarse de los ataques de los piratas detrás de un cañón al que no lograba hacer disparar, ni girar hacia los niños. De golpe gritó “TIERRA A LA VISTA”, subido al monumento de Jesús el cual creyó que era el carajo del barco gigante en el que avanzábamos. Por suerte la pepa aminoró su marcha y pudo respirar un poco y volver a la normalidad.
“Sacate las manos de los bolsillos, que así no vamos a ganar nada”, me dijo mientras saltaba hacia un lado con los tapones de oído encordados puestos. Obedecí sin réplica.
Sentados en el sector bares del malecón, un tanto más alejados de las explosiones piratas, pudimos disfrutar de nuestro fernet. Por momentos oleadas de energía sacudían mi cuerpo y lo obligaban a pararse, gritar cosas sin sentido, y volver a sentarse. ESCOBA! AAAAAAAAAAAAAHHHHHHHHHHHHHHOBLIGOMPERO!!!
La noche se desdibuja, como todas las noches largas. En algún momento tuvimos que ir a nuestro camping a buscar algo. No recuerdo qué, tal vez el ron una vez que el fernet se hubo terminado. Todavía no eran las 12 de la noche, y pasamos frente a la casa de los argentinos (colorada yeta, rocío, etc). Eran 9 argentinos, entre los cuales habían 2 parejas, 4 solteras y un soltero. Pasamos frente a la casa y se escuchaban cánticos muy argentos, que provenían en menor medida de alguna mujer (gorda seguro) y en mayor medida del soltero. Ale quería que nos quedemos ahí sentados en la puerta de la casa para unirnos a ellos cuando salgan. A mí me daba vergüenza la situación, era claro que estábamos ahí esperándolos patéticamente, pero Ale se sentó, decidido a esperar. En algún momento Rocío se asomó a la ventana y nos vio acechando, y nos dijo: “¿qué hacen acá cuervos si no hay cadáveres?”. Fuerte. Ale le dijo que yo quería ir al baño (lo cual era cierto). Noté cómo Rocío dudaba. La situación era rara: ves a dos argentos parados en la puerta de tu casa hace 2 horas (a lo mejor habían pasado 2 minutos, pero estábamos de pepa) y cuando les preguntás qué onda uno te dice que el otro quiere usar el baño. Dudó unos segundos, contestó que había alguien en el baño (mala onda) y le dije que no se preocupe.
Caminamos hasta el camping. Entramos, usamos el baño, y cuando nos íbamos nos dimos cuenta que nos habíamos olvidado lo que habíamos ido a buscar (¿botella de ron?). Tuvimos que volver. Ale estuvo 5 minutos mirando las estrellas, mientras yo le decía que quería volver al malecón a no perderme nada de la joda. En este momento vimos salir gente del camping. Los 2 vimos a 3 chicas salir del camping, atravesar el pasillo de tierra en el que estábamos parados, y desaparecer detrás de un paredón. Ale insistía en seguirlas, a ver a dónde iban, qué hacían por ahí. Yo le decía que no había nada ahí, que seguro estaban justo atrás del paredón fumándose un porro, y escuchando las boludeces que decíamos. Estuvimos un rato largo flasheando qué habíamos visto, qué hacían 3 chicas yendo hacia ese lado (descampado, casas abandonadas)… cuando detrás del paredón una parejita hombre-mujer salió, pasó por al lado nuestro mirándonos raro, y siguió de largo. Confundimos una pareja con 3 minas.
Volvimos al malecón, y las explosiones habían empeorado. Caminábamos de lado a lado del malecón, sin encontrar puerto, mirando maravillados cada uno de los acontecimientos de la noche. Aún no eran las 12 y aún así veíamos a niños corriendo con petardos en la mano, tirándoselos a gente directamente (a nosotros por ejemplo); a grupos de familias encendiendo esos globos transparentes, soltándolos en el aire, y viendo cómo esquivaban los árboles del malecón y desaparecían detrás de la montaña de Jesús o se hundían en el mar; a un grupo de tamboristas calentando los parches con mucho profesionalismo, a los autos alineados, estallando en sonidos dispares de músicas caribeñas; a 2 mujeres hermosas venezolanas con 1 bebé, junto a dos viejos europeos (esto nunca lo entendí).
Estallaron las 12, y con ellas un sinfín de fuegos artificiales iluminaron el cielo y nublaron nuestros sentidos. Abrazos entre conocidos y desconocidos, tambores, música de muchos autos, y más explosiones. Era una escena hasta ese momento muy familiar.
Los músicos sacudían sus tambores, y curiosamente no eran los mismos que las noches anteriores. Se trataba de la elite de tambores, o vaya uno a saber qué. El líder era un hombre parecido a Uri, que se dejaba llevar por la música y al mismo tiempo llevaba a la música. Cantaba cuando tenía que cantar, permitía bailes o los prohibía, todo con mucha autoridad, mucho carisma. Estaba en cueros, muy transpirado, poseído por la música, por el calor. Miraba a los espectadores fijamente a los ojos, con una mirada como enferma, y sonreía constantemente, mostrando toda la dentadura superior, asintiendo al ritmo de la música, y obligando al espectador a seguir su ritmo a fuerza de miradas insistentes que inspiraban pasión a la vez que miedo. A lo mejor mis recuerdos del sujeto estén un tanto empañados o parcializados por haberlo visto más tarde, en pleno baile, mostrándole con orgullo un arma que tenía debajo de la remera, bajo el pantalón, a un amigo.
“Disculpen chicas, son muy hermosas, pero, ¿qué edad tienen?” sería la pregunta atinada, si no supiésemos que en estas zonas las chicas comen mucha empanada frita y se desarrollan tempranamente. Mejor evitar preguntas e ir a lo seguro: mujeres de 80 años para arriba. A lo mejor esas tienen 25.
Muchos aparatos fijos en mujeres adultas, y muchas estudiantes de comunicación, parece la única carrera que se estudia en Venezuela, o las únicas deseosas de comunicarse con dos argentinos.
De los tambores llegábamos de un salto mágico a los bailes cercanos a los autos, de otro salto a los bailes cercanos a unos parlantes gigantes que habían colocado arriba de una camioneta en una esquina del malecón. Estuvimos mucho tiempo parados atrás de un árbol, observando a la gente bailar al ritmo de esos parlantes gigantes de la camioneta. No podíamos hacernos parte de la joda, lo sentíamos distante, como una sintonía desconocida a la que no podíamos siquiera acercarnos. Ocultos en la sombra vimos a una mujer venezolana agraciadamente, al lado de un hombre que sospechábamos sería su novio, aunque no lográbamos afincar esta sospecha. Nuestras miradas habrán sido muy insistentes, puesto que al principio ella nos miraba bastante seguido, y más tarde el flaco nos miraba más seguido aún, pero no con mucho cariño. En un estallido de paranoia del que no estoy seguro si hacerme cargo, le dije a Ale que esta parejita de venezolanos era la misma que había salido de atrás del paredón a la vuelta del camping, la que confundimos con 3 minitas. Todo lo referente a la pareja anterior, y nuestras miradas, es más atribuible a Ale que a mí. Mi mirada estaba perdida en una petisa de pelo corto, con una rasta dejada como recuerdo, que bailaba descalza con mucho alegría. Parecían ser un grupo de españoles, a juzgar por el peinado de una de ellas (esos peinados horribles que sólo usan algunas mujeres españolas). La petisa tenía una onda terrible, pero ahí estábamos los dos, escondidos atrás de un árbol, analizando por qué no podíamos acercarnos, lo difícil que era dar un salto de pasar de estar escondido atrás de un árbol a estar bailando salsa en medio de un montón de gente. Al rato la petisa hermosa y descalza tendió su mano hacia un gallego alto de pelo la que estaba sentado en el malecón. Era su novio. Se fueron.
A lo lejos vislumbramos al grupo de 9 argentinos bailando en medio de la calle. Nos acercamos tímidamente a ellos. De a poco, con mucha onda, nos fueron obligando a bailar, a entrar en su sintonía. Poco tiempo después estábamos haciendo uso irrestricto de la heladerita llena de bebidas que habían llevado, Ale bailaba con sus tapones de oído (con hilo naranja fosforescente incluído) y los anteojos de sol de Lester (que se caracterizaban por tener un vidrio tipo espejo, y otro opaco, para “ver el mundo en 3 dimensiones”, decía Lester). Causó una gran sensación Ale, sus elementos decorativos, y su baile.
Rocío cautivaba a todos los hombres, dando a entender con sus movimientos corporales promesas carnales inigualables. Bailaba un rato con el único argentino soltero, bien apretaditos, las bocas a un milímetro, y cuando el flaco no podía más y se acercaba a sus labios, ella lo empujaba y buscaba otro para bailar. Y con las patológicamente histéricas lo único que se puede hacer es no darles bola, y no entrar en el juego. Yo bailé un rato con ella desplegando mis bailes ridículos de fuera de ritmo, conejito, o patita. Trademark. La otra con las patológicamente histéricas es decirles “histérica de mierda” como haría Zetu, al minuto de conocerla, o la de Mickey Rourke en 9 semanas y media: ser perverso.
En este momento vi al líder de la batucada mostrarle el chumbo relucientemente plateado a un amigo, vi también a una pareja de adinerados Caraquenios tomando él su Whisky y ella su Ron con Coca, ambos en vasos de vidrio. De esta forma demuestran que no son brutos costenios, sino adinerados de la capital que toman Whisky y no cerveza. Cerca nuestro bailaba el mejor culo de la playa. Una mina con razgos europeos, pero acento venezolano, que habíamos visto en la playa durante el día en bikini, y había dejado a media playa maravillada.
Arrancó la música de carnaval carioca, con Xuxa y demás, y salió el trencito. Recorrimos parte del malecón haciendo el trencito al ritmo de Xuxa. Yo iba atrás del mejor culo de la playa. El trencito se esfumó, y nos encontramos sentados con la colorada y Ale Max en un tronco. Le convidamos el cuartito, con todas las advertencias posibles. Nos preguntó si nosotros la bancábamos, que no la dejemos sola de pepa. Le dijimos que sí, claro. Se la tomó. Seguimos bailando un rato, yo cebaba a la colorada yeta. Al rato se fue a sentar al lado del colombiano que se había comido a Rocío hacía 2 noches. Charlaron un rato, y después la colorada yeta se levantó y se fue.
Nos quedamos bailando un rato más, hasta que la música se acabó, y el malecón quedó en silencio, lleno de basura, con algunos borrachos caminando lentamente hacia su morada. Buscamos un rato a la colorada yeta. En algún momento le iba a pegar jodido e iba a salir disparada hacia la playa o quién sabe a dónde, pero no apareció. Decidimos olvidarnos e irnos a dormir, no había nada más que hacer.
Yendo hacia el camping, pasamos frente a la casa de los argentinos. Creo que nos quedamos sentados a una cuadra viendo qué hacían. Veíamos a Rocío con el argentino charlando en la puerta. No teníamos suenio, pero no quedaban actividades por hacer. Al rato nos fuimos a acostar.
Al día siguiente la casa de los argentinos estaba abandonada, no habían dejado rastro. La colorada yeta probablemente habría muerto, y nosotros seríamos los culpables. Por una vez, pensamos, muere un colorado yeta en lugar de generarle una desgracia al prójimo.
Del primero de enero sinceramente no me acuerdo nada. Creo que lo pasamos en Choroní, pero no tengo recuerdos al respecto. En serio. Nada.