Venezuela #5 – Caracas

Los siguientes días los pasamos en Caracas. En el viaje, me senté al lado de una señora que me convidaba gajos de mandarina. Dicha señora tenía la dificultad de embocar las semillas de los gajos ya masticados por la ventana, que se encontraba a cierta altura y de mi lado. Las semillas rebotaban en el vidrio, o en la pared del bus, y le caían al venezolano de adelante. Unos asientos más atrás, un muchacho escuchaba música desde su celular a todo volumen. Giré la mirada hacia la izquierda y pude vislumbrar aquella mirada en los ojos de Ale, los ojos un tanto entornados, iluminados bajo la presunción de haber encontrado un elemento imprescindible e inexistente en la vida de los venezolanos, que podría hacerlo rico de la noche a la mañana: los auriculares.

Llegamos en bondi a una estación que era un quilombo padre, y de ahí nos fuimos en subte a la zona de Sabana Grande, donde estaban los alojamientos a los que queríamos acceder.

Caminamos sin sentido algunos minutos, hasta encontrar “Nuestro Hotel”, a una cuadra de la peatonal Sabana Grande. En una pared exterior, pintado caseramente cual grafitti, se leía: “Recomendados por la Lonely Planet”.

Resulta que todos los alojamientos medianamente baratos (entre 8 y 15 dólares por persona) eran a su vez alojamientos para turistas, y albergues transitorios. “Nuestro Hotel” era exactamente eso: en la planta baja un telo, y en el piso superior un hostel. La dueña, una portuguesa que se fue ganando nuestra simpatía, nos dijo que no le quedaban cuartos dobles en el piso superior, y que tendríamos que dormir abajo.

Ale realizó su rastrinaje en las sábanas del telo para ver si estaban limpias de semen (una técnica que aprendió de joven pero aparenta no recordarla) y dio el ok. Dormiríamos en un telo, pues.

En la terraza del telo conocí a Polo y Jo (o Yo, o Gio), su novia. Dos franceses muy copados, que ocuparán roles secundarios más adelante en la historia. Por el momento, me sirvieron para decirme que podía usar el wifi de la red linksys, abierta. Lo que sigue es una nerdeada: como internet funcionaba muy lento, supuse que su condición de red abierta era la que hacía que sea lento (mucha gente conectada al mismo tiempo). Afortunadamente, la clave típica de linksys no había sido modificada, y accedí al router con admin/admin, le puse de clave “hugochavez”, y a partir de ahí sólo yo podía usar internet. Muy garca, pero funcionó joya.

Los días en Caracas pasaron de la siguiente forma: Ale se tomó un avión a Trinidad y Tobago y trajo un cargamento de 4 toneladas de auriculares. Los 3 días que estuvimos en Caracas, Ale concurrió a parques públicos intentando vender este “poderoso invento bolivariano revolucionario que le traerá privacidad al venezolano en sus gustos musicales. Escuche a Ricky Martin sin que su vecino sepa!”. No tuvo éxito, en absoluto, pero estos días le sirvieron para aprender que no es que no existan los auriculares en el país, sino que escuchar música fuerte en lugares públicos es una característica idiosincrática del venezolano. Ahora usa un auricular por canción, y en cuanto se termina la música, lo tira a la calle (cual venezolano) y coloca nuevos. Cuando una chica le pregunta, contesta que de esta forma escucha las canciones como tiene que ser: en su máxima calidad auditiva. Algunas lo consideran un loco, otras un millonario. Con ese chamuyo de los auriculares ya lleva en su haber 38 mujeres, 2 perros y un sordo (que no se entiende muy bien qué entendió del chamuyo de los auriculares).

Perdón.

Una tarde caminábamos por Sabana Grande. El sol se ponía, y nosotros acelerábamos el paso: no es seguro caminar por las noches en Caracas. Pasamos frente a una librería que estaba cerrando, y nos adentramos fugazmente. Ale empezó a hacerle preguntas a la vendedora respecto a los libros en Venezuela, a la editorial Monte Ávila – que edita libros en Venezuela y los vende a muy bajo costo -, mientras yo fijé mi mirada en un libro que decía algo así como “La Comida del Líbano”. Un libro gigante, con muchas fotos del país y sus comidas. En el medio del libro encontré una foto de Zahle, un pueblo en las afueras de Beirut, donde mi abuela fumó porro por primera y – creemos – única vez. Era una foto aérea de un pueblo increíblemente hermoso. Le llevé el libro a Ale con la foto abierta, y le dije: “acá fumó porro mi abuela”. No me dio ni pelota, estaba en plan seducción con la vendedora de libros venezolana. Cerré el libro, y puse mi mejor cara de “¿y no tenés una amiga?”.


Zahle – Mtabal Betenjan

Resultó que la vendedora de libros iba a ir al cine con una amiga a ver la última de Woody Allen (Midnight in Paris), y que después podíamos ir a tomar algo.

“No dejemos nada al azar. Esto tiene que salir o salir”, dijo Ale. El plan tramado, infalible, era el siguiente: apenas arranque la “cita”, debíamos dejar en claro quién iba con quién. Es decir, no darle lugar al diálogo de a cuatro.

Llegamos al bar, un antro de mala muerte muy a mi estilo, a tan sólo una cuadra de nuestro telo. Si hasta ya teníamos el telo, ¡escuchame! La vendedora estaba sentada con Fiona a su lado. Fiona de Shrek, pero en estado ogro. Un puto monstruo, joder. Instantáneamente dejé a los 3 solos, y salí corriendo del lugar. A los 5 ó 6 kilómetros, tenía mucha gente siguiéndome cual si fuese Forrest Gump. Me detuve frente a un videoclub y les expliqué que no era Forrest Gump, que simplemente quería alquilar Shrek para ver cómo mierda transformaba a ese puto ogro en una princesa. Lo más difícil, después de alquilar la película (imagínense, tuve que inventar un domicilio en Venezuela, conseguir factura de servicios, todo el trámite me llevó 4 años) fue encontrar una videocasetera. Así que volví al bar con la película en la mano, a lo que el ogro me preguntó: “¿a dónde fuiste?, ¿por qué tenés Shrek en la mano?”. No supe qué contestar y eché a llorar.

La separación de diálogo funcionó perfectamente. Si la vendedora de Ale (muy guapa, por suerte) me hablaba, yo le contestaba con monosílabos. Si la mía le hablaba a Ale, él le contestaba: “así que el monstruito habla”, y ella se callaba. Le pregunté si me acompañaba a comer algo. Como no sabía qué comen los ogros, no le ofrecí nada. Yo le entré a un sándwich de pollo que estaba de puta madre. La conversación era agradable, y la verdad es que tan fea no era, era un 4 mochila pero el relato requiere el aliciente de ogrosidad para hacerlo más llevadero. Nuevamente dentro del bar, cuando las chicas se fueron al baño, le pregunté a Ale cómo le había ido. “Ya le tiré la boca 16 veces”, me contestó. La piba le contó que tenía un novio no sé dónde (en París digamos), a lo que Ale le preguntó qué le pareció la ciudad. Ella dijo que no había conocido mucho porque se la pasaba encerrada en el cuarto con el flaco teniendo sexo. Hija de puta.

La noche no pasó de eso. Nos fuimos al telo los dos solos, lo cual, si se tiene en cuenta que a Ale le gusta estar siempre en pija adentro del cuarto, no era muy alentador. Afortunadamente no compartimos cama, si lo hiciéramos tendría que poner todas las mochilas en el medio, como hacíamos con Duby.

Al día siguiente me sentía otra vez débil. Si escribiese bien sería Proust. Todo el día enfermo. Busqué mi termómetro, y se había roto. Del mercurio ni noticias. Fui a una farmacia y me compré otro. Haciendo la cola encontré un artículo del que desconocía su existencia.


 

    Por la noche viajamos a Ciudad Bolívar. Teníamos pleno conocimiento de las condiciones meteorológicas dentro de los autobuses venezolanos. Por alguna maldita razón, que nunca entendí, pero sospecho que tiene que ver con mantener las cucarachas escondidas, colocan el aire acondicionado en algo así como 10 grados centígrados. Sabiendo esto, subimos al micro con todos nuestros abrigos y la bolsa de dormir. El viaje no fue fácil, una corriente de aire helado, irrespirable, amenazaba con traer unas ineludibles anginas. De alguna forma llegamos, y esa es otra historia.

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