Luang Namtha, Laos #25
Partimos entonces siendo solamente 4 en la combi, destino Luang Namtha. En este trayecto final del viaje, me pude recostar, e intentar dormir un rato. Aunque cuando la combi doblaba a la derecha, todo mi cuerpo se deslizaba hacia la izquierda y la cabeza se me aplastaba contra la pared de la combi. Terminé poniendo el buzo arriba de la cabeza en lugar de usarlo como almohada para resistir las embestidas y no tener una discusión por quién tuvo la culpa del agujero en la chapa de la combi.
Al llegar a Luang Namtha, nos pusimos a buscar un tuk-tuk con los gallegos que nos lleve al centro. Todos cobraban 1 Euro. Nos quisimos hacer los negociadores, no aceptar, e irnos. Nadie nos siguió, y terminamos caminando en la ruta, solos. Eran como 10 kilómetros. Caminarlos a esa hora no era una opción. Pasó un tuk-tuk, que volvió a repetir el precio de 1 Euro. Adela, la española, le dijo que no, que por 50 centavos de Euro sí íbamos. Ya era absurdo. El tipo dijo que no y se fue. Seguimos caminando. El siguiente tuk-tuk, afortunadamente, nos lo dejó en 80 centavos de Euro. Al subirnos, tuve que felicitar a los gallegos por haber ganado 20 centavos de Euro por caminar 10 cuadras. Javi, el español, trabajaba en informática. Seguro que no gana tanto en ese rubro.
Llegamos al centro, y una mina nos recomendó su guesthouse. Nos indicó dónde quedaba. Primero queríamos ir a Green Discovery, la agencia de turismo que promocionaba la Lonely como muy buena, que destinaba el 32% de sus ingresos a las tribus que te llevaba a visitar, y limitaba mucho las visitas a estas tribus para no afectarlas mucho por el turismo. Lo del 32% hacía que la excursión con ellos sea un 32% más cara, pero bueno, decidimos que hacer algo bueno, una vez, no estaba mal. Los gallegos también querían hacerla con Green Discovery. Pagamos los 4, y nos fuimos al guesthouse recomendado por aquella mujer.
El cuarto estaba espectacular. Digamos, para lo que veníamos experimentando. Ventilador, colchones de verdad, baño privado, una mesita para apoyar las cosas. Genial. Hasta tenía como un intento de decoración. La gallega me preguntó si queríamos ir a cenar más tarde con ellos, y le dije que sí, que claro.
Uno de los típicos cartelitos inentendibles de sudeste asiático
No sé qué pasó, pero terminamos yendo a cenar solos. Buscamos por todo el pueblo un lugar decente para comer, pero era imposible. Hasta que se nos ocurrió meternos por un callejoncito, y encontramos un guesthouse muy lindo, todo de madera, con un menú que nos cerraba sobremanera. Muy buena la comida. Al terminar, yéndonos del restaurante, unos gallegos de otra mesa nos preguntaron algo. Eran de Barcelona, muy majos los dos. Ni sé para qué cuento esto, si no recuerdo nada interesante del diálogo. El pibe tenía mucha pinta de nerd.
Nos fuimos a dormir temprano. Al día siguiente había que madrugar, para estar a las 8am en Green Discovery y arrancar con el trekking por la selva. Nos duchamos, hicimos check-out del hostel, llevamos las mochilas a Green Discovery, y nos sentamos enfrente a desayunar. Estábamos un poco atrasados, los gallegos ya habían terminado de comer. Un poco pasadas las 8, cruzamos la calle, nos subimos a una combi de Green Discovery, y arrancamos viaje.
Nos dejaron en un poblado al costado de la ruta, donde conocimos a nuestros guías: La, En y Cami. Justo estaban en el orden apropiado para que Duby nos indique una regla nemotécnica para recordarlos: “En la cama”. A partir de ahí fue fácil llamarlos. Me resultó raro durante todo el trekking esta cuestión de ser 4 turistas con 3 guías. Uno de ellos tenía la función solamente de cargar nuestra comida. En era el líder de los guías, y Cami era un pendejo de 20 años, buena onda, muy tímido, que no se animaba a hablar ni con la mamá en su idioma.
Arrancando la caminata: Javi, Adela y yo.
Y esta cuestión de llamar Trekking a caminar por la selva… algún invento de un genio del marketing. A caminar ahora se le dice Trekking, y Jogging a correr… ridículo. Un genio del marketing como aquel que le puso al cuero sintético “cuero ecológico”.
Acá de frente: Adela, Yo y Javi.
El piso estaba muy embarrado, y Duby tenía unas zapatillas con suela plana, como si fuesen de tenis. Un desastre. Se resbalaba aún en pisos de cemento, imagínense acá. Los gallegos iban preparadísimos para pasar 2 meses en la selva: borceguíes, pantalones largos, pastillas potabilizadoras de agua. Adela era médica, y llevaba bisturí, remedios, antibióticos, de todo. Nos explicó (esto Duby ya lo sabía pero yo no), que un médico tiene la obligación legal de ayudar en caso de emergencias. Pero lo de llevar todas esas cosas era una exageración. No me imagino a uno de los amigos médicos de mi viejo, digamos a Pedro, llevando bisturíes a todas partes por si a alguien le pasa algo. Calculo que era algo más de esta piba que todavía estaba emocionada por ser médica y quería usar al máximo el juguete nuevo.
Los verdes, tan verdes, de una plantación de arroz. Ah, y yo.
Javi, el novio de Adela, era un fenómeno de persona, y con sus super borceguíes estuvo todo el trayecto ayudando a Duby, indicándole dónde estaba menos resbaladizo, en qué árbol podía agarrarse, como hacer los giritos, etc. Adela fue mucho tiempo primera, según Javi porque de joven hacía atletismo, o algo así. Adela era muy linda mina, médica, simpática. Javi era una masa de persona, buen tipo, informático, no muy fachero. Como pareja, no funcionaban muy bien. Llevaban juntos unos 8 años, y Javi la maltrataba zarpado. Digo, no la cagaba a golpes, hasta donde sabíamos, pero cualquier cosa que Adela decía, Javi la contradecía con un grito de “¡QUE NO ADELA! ¡QUE NO!”. España es un país con muchas palizas de hombres a mujeres. No digo que éste haya sido el caso, me parece que ni en pedo le levantaría la mano, pero sí estaba marcada esta cuestión de macho que le puede decir lo que sea a la mina y ella se lo banca. ¡Que no Adela!
Duby, nuestro guía En, y yo.
Nuestro guía estableció que por cada caída al piso, debíamos invitar una cerveza al final del recorrido. Cuando uno se resbalaba, el tipo se daba vuelta y levantaba una mano, indicando la cantidad de caídas equivalentes a la cantidad de cervezas a invitar. Hicimos una pausa para comer. Arrancaron unas hojas grandotas de unos árboles, y las pusieron en el piso, de mantel. Unas hormigas rojas gigantes caminaban por arriba de las hojas. Después, nuestros guías tomaron de los tuppers la comida, y la fueron volcando arriba de las hojas en piloncitos de comida. Las hormigas empezaron a correr en todas direcciones. La onda era comer obviamente con la mano, desde los piloncitos apoyados en las hojas, esquivando las hormigas. Los guías se sentaban de cuclillas a lo Yani S., y nosotros en algún tronco que nos habían colocado.
Nuestro almuerzo.
Terminado el almuerzo, uno de los guías (creo que era La), se despidió de nosotros y volvió al pueblo. Todo el recorrido que nosotros habíamos hecho en 5 horas, estoy seguro que La lo iba a hacer en 40 minutos.
El resto del recorrido fue más de lo mismo: más invitaciones a tomar cerveza, más resbalones, ayudas de Javi, caídas al piso. Lo más difícil siempre son las bajadas. No te frena nadie los resbalones.
Duby agotado, transpirado, pero feliz.
Faltando poco para llegar, encontramos como una casita de un pueblito cercano a nuestro destino final. Los guías se metieron abajo, sin decir nada, y se sentaron. Esto era muy común en ellos, lo de tomar decisiones sin avisar, sin preguntar, sin comentar qué hacían. No lo digo como una queja, sino como algo muy característico de ellos. Cuando era hora de comer, tiraban las hojas al piso y se sentaban. Cuando había una pausa, pausaban. Etc. Justo empezó a llover y nos preguntábamos si los guías tenían poderes mágicos, si podían predecir con tanta claridad la lluvia, o si simplemente era una parada esperada y la lluvia fue casualidad. Uno a veces siente que de la misma forma que uno en la ciudad sabe que la línea D de subte te puede dejar en Congreso de Tucumán, estos tipos saben cuándo va a llover. Pero me parece que no es así, que pueden predecir la lluvia de la misma forma que podemos predecirla nosotros, que también vemos llover en la ciudad. Ahí sentados, un gato saltó desde el piso de barro hasta la puerta de la casa debajo de la cual estábamos sentados. Cami lo miró sorprendido, sonrió, y miró a En como buscando complicidad por el salto del gato. Me di cuenta que si los guías se sorprendían por el salto de un gato, no había chances que puedan predecir la lluvia.
Todas las casas estaban muy levantadas del nivel del piso por unas columnas de madera. Algunas, en las que nos comentó En que se guardaba arroz, no estaban atadas o pegadas a las columnas, sino simplemente apoyadas. Esto, en caso de lluvias, hacía que las casitas del arroz floten, y que la comida no se moje. Una genialidad muy básica.
Seguimos nuestro camino y en menos de una hora habíamos llegado al pueblito. Inmediatamente nos indicaron que bajemos hasta la cabañita que estaba junto al río. Como si no quisiesen que compartamos vivencias con el pueblo, no sé. Bajamos, y nos instalamos. La cabaña tenía techo de paja, y unas tarimas de madera adentro sobre las cuales dormiríamos. Al costado había una pila de colchoncitos, y a los costados los mosquiteros. Lo único que hacía falta para poder dormir eran esos mosquiteros.
Estuvimos un buen rato junto al río charlando. Cada tanto bajaba alguien del pueblo a bañarse al río. Las chicas usaban como una toalla alrededor del cuerpo y entraban con la toalla a bañarse. A nadie le resultábamos extraños por ser occidentales, parecían más que acostumbrados a que los visiten. De todas formas el camino había valido la pena.
Fuimos a caminar un poco por el pueblo, a ver a un flaco haciendo los techos de las casas con hojas de plantas, a una vieja fumando tabaco, con los dientes destruidos, mientras jugaba con los nietos. Buena onda todos, a ninguno le molestaba que estemos ahí, o que les saquemos fotos.
Un poco más abajo, nos encontramos con un jabalí comiendo plácidamente de un pote de metal, rodeado de gallinas que intentaban robarle el alimento. Una mujer las ahuyentaba con un palo, golpeándolas fuertemente. Tanto a las gallinas como a otros jabalíes que se querían hacer los vivos. Evidentemente, quería engordarlo para comérselo.
Engordando al jabalí para comérselo.
Entramos a la cabaña a descansar un rato, algunos a dormir, y escuchamos voces afuera. Nos asomamos los cuatro por la puerta, y vimos que nuestro guía llevaba adelante una transacción económica con un viejito del pueblo. Este último sostenía en sus manos a una gallina viva. La sujetaba por las patas, cabeza abajo. En la otra mano tenía una balanza. Entre los dos, lograron colocar a la gallina colgada de las patas en la balanza, y pesarla. A continuación, nuestro guía le entregó unos billetes, y se quedó con la gallina.
De a poco fuimos dándonos cuenta que esa gallina sería nuestra cena. La idea se hizo más evidente cuando el guía la colgó del cuello y el pobre bicho murió ahorcado, después de sacudirse desesperado por unos cuantos minutos, golpeándose contra la pared donde estaba la cuerda que la sujetaba. Duby quedó muy impresionado, y dio un paso más en su dirección de hacerse vegetariano. A mí la verdad es que me dan pena las plantas, matarlas para comerlas, y me parece muy mal ser vegetariano.
Nos sentamos en el comedor, si se lo puede llamar así, y los gallegos nos enseñaron a jugar al Mus. El comedor, como digo, era una tabla de madera, en el medio de un descampado, con techo de paja. El Mus es un juego muy popular en España. Es como el truco acá, pero aún más popular. Lo juegan los viejos en los pueblos, los niños en las plazas, los borrachos en el cementerio.
Llegó la comida, la cual sirvieron en unos individuales.. bueno, unas hojas grandotas de una planta. Ahí arriba tiraban el sticky rice, y después vos tenías que ir agarrándote el pollo que habían comprado, ahorcado, depilado, cortado y cocinado en la última hora. Fresquito. La onda era mezclar el sticky rice con el pollo y meterte todo junto en la boca. Todo, por supuesto, con las manos.
Del Sticky Rice no sé si hablé. Es lo que se imaginan: un arroz pegajoso, muy apretado, comprimido, maleable. No está mal. No sé si es lo que se habían imaginado.
Comimos, charlamos, abrimos una cerveza que alguien del pueblo llevaba para los turistas. La pusimos en un balde con agua para intentar enfriarla (obviamente el pueblo no tenía electricidad). Nuestro guía nos explicó que no podía tomar cerveza porque el médico se lo había prohibido. Mientras tanto no paraba de comer pollo, con arroz, y un condimento imposible de pasar. Picantísimo. Le pregunté si lo picante no se lo había prohibido el doctor, y me dijo que sí, pero que no podía vivir sin lo picante.
De alguna forma, empezamos a hacer una ronda de canciones. La gente de Laos cantaba en su idioma, y nosotros en el nuestro. Yo creo que canté: “Un elefante se balanceaba…”. Duby no me acuerdo qué cantó, nuestro guía se mandó otra canción, buena onda. En algún momento se puso a contarnos alguna historia de no sé qué, de cómo había aprendido inglés, o algo mucho más profundo que ya olvidé completamente. Yo intentaba entenderlo, pero la verdad es que hablaba muy rápido y en un idioma propio. Eso no era inglés, no me jodan. Nos turnábamos entre los 3 (Adela, Duby y yo) para prestarle atención. Javi, de inglés, nada.
Cuando los de Laos se fueron, reanudamos el Mus hasta muy entrada la noche (como hasta las 9pm). La verdad es que el juego está buenísimo, me encantó. Se juega en parejas. Yo jugaba con Javi, y Duby con Adela. El que corta vendría a ser igual que en el truco, el que es mano. El otro de la pareja es “el postre”. Por supuesto nos reímos mucho con ese término, más aún cuando Javi me decía: “Pablo, tú eres mi postre”. Muy gay. A partir de ahí, todo el tiempo que compartimos con ellos nos llamábamos “Mi postre, ¿cómo venís?, ¿te estás tropezando mucho?”. Por supuesto, entre Javi y Adela discutían constantemente. A cada cosa que Adela decía, Javi se la contradecía. Cuando Adela quería cortar las cartas llevando la parte del mazo de arriba en el sentido contrario a su cuerpo, Javi la puteaba y le decía: “¡Que no Adela! ¡Que no! ¡Que las cartas tienes que cortarlas llevándolas hacia tu cuerpo!”, a lo que Adela contestaba: “Pero si da igual”, y Javi agregaba: “¡Que no da igual Adela! ¡Que no da igual! ¡Que si juegas con los abuelos de los pueblos, te van a dar una hostia…!”. Siempre usaba la imagen de los abuelos de los pueblos como los más grosos jugando al mus, y criticaba a Adela como diciéndole: “Un viejo de un pueblo no haría eso”.
Nos fuimos a dormir. Las camas ya estaban listas, gracias al arduo trabajo de nuestros guías. Los mosquiteros puestos, y los colchoncitos finitos colocados. Se sentían las maderas debajo de nuestro cuerpo, pero más o menos nos las arreglamos para quedarnos dormidos.
Yo me levanté 11 puntos, repuesto, descansado. El resto destruidos, durmieron muy mal. Nuestro guía nos alcanzó un café con leche riquísimo a cada uno, y desayunamos lo mismo que habíamos cenado: arroz con pollo. Un asco. Yo saqué mi paquete de Oreo de la mochila, que ya estaba abierto y lleno de hormigas. El guía se encargó de sacarle las hormigas, pero creo que no nos atrevimos a comerlas.
Arrancamos la caminata de vuelta. Había estado lloviendo, y se veía complicado. De todas formas, ya teníamos algo más de práctica en esquí sobre el barro de la selva. Caminábamos cantando “LOS BORRACHOS DEL CEMENTERIO JUEGAN AL MUS”. Yo estaba seguro que en algún tema de Calamaro se hablaba del Mus, pero no podía recordar cual. Un par de días más tarde lo encontré en mi simil-ipod-de-100-pesos:
“¡Qué está pasando
algo está cambiando!
siempre era el que apagaba la luz
qué está pasando
grita el viejo Armando
mientras hace trampas en el mus.”
Creo que avanzamos más rápido de lo esperado, porque cuando nuestro guía sugirió hacer una parada para comer, no eran todavía las 11am. Decidimos seguir. La caminata por el medio de la selva fue de lo mejor del viaje. Fue avanzar por un sendero siguiendo los machetazos de nuestro guía, comiendo barro por momentos, haciendo el girito usando un árbol para sujetarnos cuando el terreno sobre el cual pisábamos usaba todas las armas a su alcance para tumbarnos (de todas formas, en Pamplona me han pegao pero nunca me han tumbao).
Y fue también luchar contra las sanguijuelas, que aprovechaban cualquier instante de detención, aquel momento en el que te frenabas porque alguno venía atrasado, para treparse a tu zapatilla, seguir subiendo hasta la pierna, y empezar a chupar tu sangre. Hasta el día de hoy desconocemos si eran de esos bichos que se te meten en le pierna y empiezan a recorrerla por el lado de adentro mientras te dejan sin sangre, o si simplemente la chupaban desde afuera. Nuestro guía iba siempre con su Off, el cual disparaba con velocidad contra estas sanguijuelas en el momento en el que las veía chupando nuestra sangre. Tenía una vista impresionante para detectar sanguijuelas.
Finalmente llegó el momento de comer. Fue sacarnos las sanguijuelas que teníamos. Yo una, Javi 2. Duby y Adela en ese momento no tenían, pero ya habían pasado por la situación en más de una ocasión. No hubo uno solo del grupo cuya sangre no haya sido ultrajada por una de estas sanguijuelas. El Off era necesario porque se sujetaban con tal fuerza de la pierna que con la mano era muy difícil sacarlas.
Nos sentamos en el piso, los guías de cuclillas y nosotros sobre unos tronquitos. Tiraron la comida sobre aquellas famosas hojas usando la mano como cuchara para agarrar el arroz. Ya estábamos, definitivamente, curtidos. Lo mejor es que los que no comieron casi nada (Javi) no lo hicieron porque les dé asco la situación, asco la selva, asco la mano del guía, asco comer en el piso rodeado de hormigas y sanguijuelas; no lo hicieron porque no aguantaban más comer arroz todo el tiempo. Y menos el sticky rice. Yo comí mi porción. La grosa fue Adela que repitió. Empezó a lloviznar, y nuestro guía nos indicó que comamos rápido porque se iba a largar.
Los que teníamos piloto nos lo pusimos. Era difícil por la transpiración y el calor, pero por lo menos podía guardar ahí la cámara de fotos, los pasaportes, y mantenerlos relativamente secos. Javi le prestó su piloto a Duby. Un fenómeno ese pibe. Duby de todas formas lo rechazó. Había aceptado a la ida pero ahora le dieron ganas de mojarse. O tal vez le daba cosa empaparle de sudor el piloto a Javi. Nuestra amiga la selva nos acompañaba al compás de las gotas. Éramos animales y eso nos liberaba del dolor de ser humanos.
Terminamos a la vera de un río muy ancho, con bastante corriente. Nuestro guía se sacó todo menos los calzones, se puso Off en los pies, y se metió al agua. Calculo que el Off habrá sido por las sanguijuelas, pero es curioso usarlo justo antes de meterse al agua. Pensamos que tenía calor, que se estaba refrescando, pero se puso a nadar hacia el otro lado del río, combatiendo contra la corriente. Al llegar, desenganchó una balsa de cañas y paja, y la trajo hacia nosotros. Nos llevó hacia el otro lado en dos grupos de 2, usando una soga que atravesaba el río para avanzar.
Llegamos a unos campos de arroz inmensos, y caminamos por las canaletas de riego. Estos campos están construidos por niveles. Una superficie de 100×100 metros recibe gran cantidad de agua que baja de la montaña. En su punto inferior, tiene una salida para el agua, que cae al siguiente nivel de 100×100 metros. De esta forma mantienen todo el campo de arroz mojado e inundado. El verde de los campos de arroz es increíblemente hermoso. Un verde pocas veces visto. Es un pasto larguísimo y grueso, y a lo lejos ves a algún granjero de la cintura hacia arriba ideal para sacarle una buena foto. Obviamente de la cintura hacia abajo está en bolas cogiéndose una oveja. La foto igual vale.
De a poco nos fuimos dando cuenta que los intentos por mantener los pies secos eran cada vez más inútiles. Tomábamos enviones de 10 metros para saltar arroyos. Colocábamos los pies a los costados de los caminos inundados, pisando plantas. Pero llegó el momento en el que esas plantas no existían, los arroyos eran más anchos, y se hizo necesario mojar de lleno las zapatillas. El tramo final de la caminata lo hicimos escuchando los cuic cuic cuic de las zapatillas llenas de agua. Estos arrozales desembocaron en un río muy ancho. Nuestro guía empezó a chiflar y a gritar. Nunca explicaba sus intenciones, y lo cierto es que no entendíamos si faltaban 8 días para llegar, si estaba pidiendo auxilio porque estábamos perdidos, o si nos íbamos a quedar a vivir de ese lado, íbamos a intentar ahumar un ciervo, nos iba a salir mal, e íbamos a morir comiendo frutos silvestres.
Un rato después, vemos a dos balsas que se acercan a nosotros remando contra la corriente. La onda era cruzar el río a remo, y para lograrlo cruzaban como podían; cuando llegaban al otro lado avanzaban hasta nosotros por el borde, donde había menos corriente. Primero viajaron Javi con Adela. Cuando nos tocó subir, Duby me preguntó si tenía la cámara, que tenga cuidado por si se daba vuelta la balsa. Ahí nos dimos cuenta que nuestra cámara la tenía Adela. Miramos rápidamente en sentido Javi-Adela, para ver si ya se había dado vuelta su balsa, y nos sorprendió ver que ya estaban llegando a la otra orilla. Muy rápido. Cruzamos, haciendo un enorme esfuerzo por mantener el equilibrio, por no darnos vuelta, y pocos minutos después llegábamos a la orilla.
Subimos un caminito, y ahí nos esperaba la van que una hora después nos dejaría en Luang Namtha. Continuamente habíamos pensado que la caminata por la selva era una trampa, que en realidad dábamos vueltas en círculo y estábamos al toque de Luang Namtha, pero esa vuelta de 1 hora en auto nos demostró que no habíamos caminado poco.
Nos sentíamos destrozados, pinchados por sanguijuelas, mojados hasta adentro de las uñas, golpeados, machacados, torturados, mareados. Llegamos a Luang Namtha, bajamos con mucho cuidado de no mancharle la combi al conductor, y caminamos hasta nuestro hostel.
Primero se entró a bañar Duby, y después yo. Obviamente entramos vestidos, queríamos sacarle algo de barro a nuestras ropas. En este momento noté la cantidad de picaduras de sanguijuelas que tenía en la pierna derecha. Todavía, estando en Buenos Aires hace 2 semanas (¿¿YA PASARON 2 SEMANAS??) tengo las marcas.
Sanguijuelas y moretones varios.
Juntando las últimas energías disponibles, salimos a cenar. Se sentía como después del ayuno de kipur: tener acceso a una ducha, a una coca-cola, a comer con plato y cubiertos. Pedimos, y mientras esperábamos llegaron Adela y Javi. Lo cierto es que apenas llegaron me dio bastante pereza ponerme a charlar con ellos, pero al toque me relajé y recordé lo buena onda que eran. Nos pusimos a enseñarles cómo se jugaba al truco. Al Mus habíamos ganado con Javi, y al truco ganaron Adela y Duby. A mí me encantó el mus, y a Adela le gustó el truco. A cada uno le gustó el juego en el que ganó.
Llegaron las hamburguesas, comimos, jugamos un poco más, y salimos a caminar. Arrastrábamos nuestras piernas con dificultad por las calles Luang Namthanenses. Entramos a una fiesta local que nos habían recomendado. Era un pabellón muy grande, donde servían cerveza. En el escenario un pibe con un teclado cantaba canciones en el idioma de Laos, muy desafinadamente. Nos invitaban todo el tiempo a que subamos a bailar. Empecé a decirle a Adela que suba a bailar, hasta que me retó y me dijo: “Si tú subes, yo subo”. Al rato estábamos bailando ridículamente en el escenario de Luang Namtha. No éramos los únicos: habían subido algunos locales y 1 extranjero muy raro y espástico. A los 5 segundos de bailar ahí arriba nos aburrimos, y bajamos.
Volvimos al hotel. En el camino nos cruzamos con un grupo de amigos que cantaban karaoke en la calle. Nos despedimos de Adela y Javi, y al sobre. Al día siguiente teníamos pensado ir al “Pueblito de Ale Max”, que consiste más en un concepto que en un pueblo propiamente dicho. Resulta que cuando Ale Max fue a Laos, decidió ir a un pueblito que no aparezca en la Lonely Planet. Simplemente agarró un mapa, eligió un destino, verificó que ni aparezca en la Lonely, fue a una estación de micros y pidió ir a ese lugar. Me había recomendado que haga lo mismo.
Estábamos absolutamente destruidos de la caminata, de tanto viaje, y la idea de internarnos en un pueblo típico de Laos, a dormir en piso de madera, con desconocidos, nos tentaba por el hecho de insistir en la incomodidad, pero esto ya era demasiado. Al despertarnos, estaba lloviendo. Fue la oportunidad para decidir dejar el “Pueblito de Ale Max” para otro viaje, y proseguir camino hacia Tailandia.
Ya eran cerca de las 9am, y cuando quisimos averiguar para ir a Chiang Mai, nos dijeron que la combi ya había salido, y que teníamos que esperar hasta el día siguiente. Un día más en Luang Namtha era deprimente, no había lo que hacer más que trekkings. En el lobby del hotel, averiguando también cómo llegar a Chiang Mai, estaba Russell, un escocés con una pinta de drogadicto importantísima. Recién salido de Trainspotting, a Russell le faltaba un diente, tenía agujeros en el jean que permitían ver lo blanco mortecino de su piel, se movía espásticamente, riendo con nervios por cualquier cosa, mirando a los costados rápidamente como si alguien lo estuviese llamando. No parecía un tipo peligroso, pero aun así asustaba.
Decidimos ir a desayunar algo y pensar qué hacer. Russell nos preguntó si íbamos a comer algo, y nos pidió que lo esperemos, que venía con nosotros. Un garrón. Fue a buscar algo al cuarto, y vino con nosotros. Resulta que había estado trabajando un par de meses en el bar de unos amigos en China. El día anterior había llegado después de un viaje de 40 horas en micro desde no sé dónde de China, y todavía tenía que viajar 20 horas más para llegar el sábado a Chiang Mai, donde tenía una fiesta programada con amigos. Este verano había sido su segundo verano en el bar de China. El anterior había sido el mejor.
Desayunamos con Duby y el drogadicto, y decidimos ir a Chiang Mai a como dé lugar. Agarrar las mochilas y empezar a hacer dedo nomás. En el hotel, le pedí al tipo que me haga un cartelito que diga Huay Xai (el pueblito de frontera que bordea Laos con Tailandia) en el idioma local. Fue imposible hacerme entender. El tipo me anotaba otra cosa, dimos mil vueltas hasta que lo mandé a la mierda y me fui sin cartelito. Nos subimos a un tuk-tuk que nos dejó en la estación de micros de Luang Namtha. Íbamos a averiguar por un micro a Huay Xai, por las dudas, y sino dedo. Increíblemente, salía un micro a las 12:30 por 2 mangos, que nos dejaba en 4 horas en Huay Xai. La frontera cerraba a las 17 horas. Como anillo al dedo, y más barato.
El viaje estuvo espectacular, salvo por Russell que se comía nuestras provisiones y no convidaba nada, ni drogas. Era un micro totalmente de locales. Éramos los únicos extranjeros, creo que por primera vez en Laos. Se sintió más que bien, y me dieron ganas de hacer el pueblito de Ale Max, de seguir viajando en micros locales, etc. La gente alrededor mío intentaba hablarme, todo con señas. Un viejito al lado mío me quería decir que en Chiang Mai estaba lloviendo. Increíblemente, quién hubiera dicho, Russell entendía tailandés, que es bastante parecido al Laos, y me traducía.
El micro local.
Hicimos algunas paradas para hacer pipí, escuchamos música, dormimos un poco (el micro iba vacío y estaba piola para tumbarse), y llegamos a Huay Xai. Como siempre, tuk-tuk al centro.
Habíamos decidido pasar la noche en Huay Xai. No aguantábamos más de viajar tanto, tantas horas en micro, y queríamos separarnos de Russell. Hicimos todo el recorrido rápido, como para lograr que el flaco cruce la frontera y nos deje en paz, y a último momento le dijimos que habíamos decidido quedarnos. Por suerte, él seguía con su idea de cruzar a todo trapo hacia Chiang Mai, donde lo esperaba aquella fiesta. Nos despedimos cordialmente de nuestro drogón amigo, que moriría minutos después de una sobredosis en el bote que te cruza al lado tailandés.