Kariba #13

La noche había caído sobre Kariba y dos argentinos en Zimbabwe (como si fuese una de Francella) avanzaban en su 4×4 buscando un teléfono y algo que beber. Ciertamente dos cosas casi imposibles de encontrar. Como si estuviesemos en Africa.

Desviando la vista del camino de montaña que veníamos siguiendo, veíamos debajo un lago azul con islas paradisíacas. Algunos yates estacionados alentando nuestra confusión. Como si estuviesemos en el Caribe.

El pueblo contrastaba su realidad con personas caminando al costado de la ruta en plena oscuridad, casas pobres que aparecían y desaparecían, junto con la posibilidad de encontrar un teléfono para llamar a mi viejo por su cumpleaños. Mi estado de ánimo era deplorable. Pensar en el hippie y en su dentadura blanca sonriendo hacían que me estremezca de miedo. Imaginarlo ahí, hablando con los seguratas; luego escondiéndose detrás de un árbol en el camping para adentrarse en nuestra carpa mientras dormíamos en la oscuridad de la noche y de su rostro, con su sonrisa blanca perfecta y drogada. La incomodidad de estar en un pueblo desconocido a la noche, sintiéndolo hostil (sin razón).

Nos alejamos algunas cuadras de la ruta siguiendo la pista de un Phone Shop. Sólo veíamos lo que las luces de la camioneta querían que veamos. Doblamos a la izquierda, y nos detenemos frente a un mercado público de 20 metros x 20 metros. Me bajo y camino hacia el Phone Shop. 2 dólares el minuto a Argentina. La mina levanta el tubo, marca. Teléfono a pulsos. ¿Siglo 20? No se puede comunicar. Salgo del Phone Shop y me cruzo con 3 grones tomando cerveza en la puerta del Phone Shop. Me acerco al auto y un borracho lo está mirando con ganas. Le digo a Duby con mi mayor cara de serio “vamos”. Me pide que lo espere un minuto porque estaba viendo si compraba comida a una mina del mercado. Le repito el vamos con más énfasis; Duby entendió mi mal humor y nos fuimos.

En una esquina paramos a comprar agua. Yo tenía miedo. En la puerta había bastante gente, que mi memoria la ubica sentada en las escaleras del almacén tomando cerveza, pero a lo mejor no estaban tomando nada y con esa imagen represento mejor el miedo que sentía. La gente me miraba raro, como hostil. Entré al almacén, y tuve que esperar que terminen de hablar de boludeces con la mina que atendía. Finalmente uno que hablaba con ella me señaló y le dijo: “atendelo”, en Afrikaans. Le pedí “water”, y se lo tuve que repetir 10 veces con la seña de tomar para que me entienda. Va a una heladera y vuelve con un bidón rellenado de agua. Con bastante verguenza por negar lo que para ella es agua convencional, le pedí un jugo de naranja. Me lo trae, me dice que vale 5 dólares, y nuevamente tengo que negarle su ofrecimiento de venta. Salí con las manos vacías.

A media cuadra estaba el Kariba Country Club, lugar donde deberíamos encontrar un teléfono. Un grone en la puerta me dice que entre a un edificio y pida usar el teléfono. Me metí en un edificio gigante por una puerta chiquita. Ahí adentro me encontré con una pareja de blancos de 60 años: Tony y Fiona. Les pregunto por un teléfono y me señalan uno rojo adentro de una oficinita. Mil trastos tirados, computadoras viejas, cajas llenas de papeles rodeaban al teléfono. Les pregunté cuánto costaba una llamada a Argentina. Me dijeron que lo use nomás. “Usalo nomás”. Insistí, preguntando cuánto. Insistieron en que lo use tranquilo “si funciona, porque acá en Zimbabwe no funciona nada”, agregó Fiona. Eran una pareja muy agradable, y me ya me sentía mejor por sentirme mejor tratado.

El teléfono da un tono raro, pero marco igual. Después del 005411 me da un tono más familiar. Sigo marcando, ocupado. Repetí el procedimiento varias veces, hasta darme cuenta que no había caso. Les agradecí, y salí del edificio gigante por la puerta chiquita. Afuera, Tony nos pregunta si tenemos dónde dormir. Debo decir que Tony y Fiona eran los primeros blancos que veíamos en Zimbabwe. Duby le preguntó un par de veces si era de ahí, como dudando. Inmediatamente me sentí un racista, por sentirme bien entre blancos. Me sentía un poco más en casa, un poco más a gusto. Al rato me di cuenta que no me sentía mejor por el color de piel, sino porque me habían tratado muy bien. Me hubiera sentido igual de bien si una pareja de negros de 60 años me trataban así. No se si ellos me hubieran tratado así si yo fuese negro.

Les dijimos que no teníamos dónde dormir, y Tony se ofreció a mandarnos a “one of my guys” con nosotros para que nos indique dónde dormir. Pegó un par de gritos buscando a uno de sus grones, pero ya se habían ido todos a sus casas. Empezó a indicarnos cómo llegar al lugar recomendado, doblando a la derecha aquí, a la izquierda en la Moth no se qué, bla bla… no entendimos nada pero a la 5ta vez que lo repitió le dijimos que habíamos entendido y nos fuimos. Empezamos a buscar un lugar para dormir que no sea el Kushinga Lodge. No queríamos correr el riesgo de encontrarnos con el hippie y su sonrisa blanca perfecta en el camping. Preguntamos en un par de lodges por el camino, pero eran todos demasiado caros. Terminamos en el Kushinga.

El hippie ya no estaba. Armamos la carpa, encendimos la garrafa de gas, y nos hicimos un arroz con salmón (de lata). Excelente comida. Nos pusimos a ver fotos y videos de todo el viaje. Siempre digo que hay un quiebre en los viajes, y es en el momento en el que cuando uno mira hacia atrás, lo que ve es viaje. Es raro recordar el pasado y en lugar de verte programando en iplan, te ves perseguido por un elefante. Recién en ese momento podés dimensionar el lugar en donde estás, lo que venís disfrutando, y plantearte el resto del viaje desde esa visión, entendiendo dónde estás parado. Por eso no se puede viajar por menos de 2 semanas.

Nos dormimos, desayunamos té con galletitas, y fuimos a pagar a la recepción. El flaco no tenía cambio de 20 dólares. Son tremendos. Es la única moneda que manejan pero no la tienen. Terminamos juntando monedas de diferentes países, billetines, de todo. Llegamos a 6 dólares entre Rands, dólares y algún calzoncillo viejo. Duby se ponía nervioso, y decía “que el flaco se las arregle para conseguir cambio, es problema de él”. El flaco era buen tipo igual, pero un idiota como empleado. Tenía la biblia sobre la mesa, así que seguro era bueno. Tipo Bush. Mientras Duby buscaba monedas de cualquier parte, el tipo nos contó que hace 2 días le habían empezado a pagar a los empleados públicos en dólares. Que la moneda local había dejado de existir. Estabamos en Zimbabwe en plena crisis. Como estar en Argentina en Diciembre 2001. Finalmente nos pidió que hagamos alguna compra en el supermercado así conseguíamos cambio. Nos fuimos al super en la 4×4 acompañados por el segurata del camping (para asegurarse que paguemos). Compramos un jugo de naranja concentrado por 3 dólares, y pagamos con 100 USD serie vieja. El del super nos pidió cambio, le dijimos que no teníamos, y logró conseguirnos. Le dimos los 4 USD que faltaban al segurata y nos fuimos a la Dam Wall.

La Dam Wall es una represa gigante que separa Zambia de Zimbabwe. Entró Duby en cueros en la oficina de migraciones mientras yo esperaba en el auto. Resumiendo lo que me contó: una minita de migraciones le pidió que se ponga la remera; Duby le pidió a ella que se saque la suya; le terminó sacando el mail, y en el papel donde anotó su mail, puso el sello de la frontera. Después tuvo que cruzar la calle e ir a Interpol, donde le sellaron sin preguntarle nada el papelito para ir a la Dam Wall.

Saliendo de Zimbabwe, el policía que levantó la barrera nos pidió algo para tomar, o sino un libro. No le dimos nada. Nos quedaba poca agua y no lo veía leyendo El Almuerzo Desnudo de Burroughs en castellano, ni Big Sur de Kerouac, ni la Playboy Hardcore Gay Sadomasoquist Edition que llevó Duby. Muy linda la Dam Wall, muy grande, construida en 1950 o por ahí. Me sorprende más algo así construido en 1950 que una pirámide construida en -10.000… no se por qué. Estas civilizaciones antiguas es increible… bla bla bla.

De la Dam Wall fuimos a ver una vista zarpada… quisieron vendernos algunas artesanías… no aceptamos. De ahí a buscar algún barcito cerca del agua para disfrutar de la vista paradisíaca de islas y yates. Terminamos en un muelle preguntandole a 3 grones copados cuánto costaría alquilar una lancha por el día (yo tenía mi carnet de Prefectura). Nos tiraron un precio muy alto, y después de darle vueltas al asunto y preguntar un poco más, uno de ellos nos pidió que lo acompañemos. Subimos un poco la montaña, pasamos por adentro de un taller de barcos, subimos una escalera hacia una casa, atravesamos un living donde había un viejo blanco tirado en un sillón, y entramos a una habitación donde había una viejita blanca detrás de un escritorio. Nos invitó a sentarnos amablemente.

Nos tiró un precio muy alto por una lancha. Unos 100 dólares por día. Pensandolo ahora, hubiera estado increible, pero no nos sobraba tiempo ni plata. Nos contó que la situación en Zimbabwe estaba para atrás, que el turismo había bajado muchísimo, que era todo un desastre, que no sabían cómo iba a terminar todo.

De ahí nos fuimos al Kariba Country Club a ver si podíamos tomar una cervecita. Nos sentamos en el patio de un bar, con una vista increible de las islas, las montañas de fondo, los yates, el agua azul. No lo podíamos creer. El lugar era increible. Nos pedimos una cerveza cada uno con unas papas fritas. Me fui a buscar las pilas de la cámara al auto y me encontré con Tony. Nos saludamos amistosamente, y se vino al bar con nosotros. La mesa en la que estabamos sentados era de acero, con un vidrio gigante arriba. El acero un tanto oxidado. Las sillas lo mismo. Se notaba que tuvieron una época de esplendor pero habían sido muy descuidadas en el último tiempo. Las paredes del edificio del Kariba Country Club iguales. Descuidadas y olvidadas. Tony nos empezó a contar la historia de su vida.

Hace 9 años era dueño de una granja de 11 mil hectáreas, con 2 mil empleados. Cultivaba, sembraba, tenía ganado, alimentaba a 2000 familias. Un groso el Tony. Hace 9 años el gobierno, en un intento por imponer el comunismo, le quitó a todos las granjas y se adueñó de ellas, con la idea de poner a sus hombres a trabajar la tierra (a los hombres del gobierno). Expulsaron a todos de sus casas, de sus trabajos, de sus vidas. Tony se quedó sin nada, y nos contaba la historia con los ojos rojos por el cansancio y la bronca. Tenía los shorts rotos, la camisa descuidada y vieja, y una tristeza mientras hablaba que daban ganas de llorar. Lo escuchabamos hablar mirando mesa y sillas oxidadas, paredes rotas y humedecidas, canchas de tenis con el pasto crecido, arruinadas por el descuido, sin redes; una pileta con el agua podrida. Todo hablaba el mismo idioma de la decadencia, el olvido y la tristeza.

Tony nos invitó a conocer el resto del Kariba Country Club. Subimos las escaleras del edificio y llegamos a un bar de lujo. Una barra de madera impecable, ventanales gigantes con vista a las islas, cuadros, bebidas. Mirando por la ventana del bar me imaginé otra época en el Kariba Country Club: las mujeres en bikini tomando sol al lado de la pileta, los hombres jugando al tenis vestidos de blanco lacoste impecable, reuniones de negocios en el bar junto a las islas. Sin dudas este lugar era un auténtico lujo. Verlo ahora, completamente decadente y olvidado en un país en crisis daba mucha pena. Algún día volveré a Kariba, cuando todo sea como antes.

Tony y Fiona habían asumido el cargo de managers del Club hacía 15 días nada más. Hablaban muy mal de los anteriores administradores, y aseguraban que estaban trabajando para dejarlo como antes. Al día siguiente iban a ir a arreglar las canchas de tenis. Algo en Tony me hacía sentir que mentía, no por mala persona sino por orgullo. Decía que nunca había salido del país porque le encantaba Kariba. Su hijo vivía en Londres y tenía una empresa muy grande en la que ganaba mucha plata. Era muy orgulloso con el tema plata, como si no tenerla lo hiciese menos hombre. Fiona reconocía que trabajaban los 7 días de la semana, y sonaba un poco más sincera que Tony.

Nos sentamos nuevamente en el bar al aire libre, y Tony nos sacó una cerveza a cada uno, invitación de la casa. Empezamos a preguntarle cómo llegar a Victoria Falls desde Kariba. Nos contestó lo mismo que todo el mundo: crucen a Zambia. Le explicamos que ya habíamos venido desde Vic Falls por Zambia y que queríamos conocer el camino por Zimbabwe, aunque sea mucho más largo. Nos recomendó que vayamos hacia el lado de Harare, y nos desviemos después hacia Vic Falls, que era larguísimo pero todo asfalto. Después trajo un mapa de su camioneta, y lo empezamos a ver con más detalle. Vimos una ruta que iba desde Kariba hasta Binga, y otra desde Binga hasta Victoria Falls (muy cortito). Tony nos dijo que la ruta a Binga era toda asfaltada, un lujo. Que había hoteles, lodges y hostels en el camino, para que paremos a descansar al final del día. La idea era llegar a Binga ese mismo día, saliendo al mediodía, dormir en Binga, y seguir viaje al día siguiente a Vic Falls. Un amigo de Tony había hecho la ruta a Binga hace poco y estaba en perfecto estado. Joya. Era mucho más corto que yendo hacia Harare.

Tony nos dijo que era una pena que no vayamos a Harare, porque la hija tenía una casa impresionante ahí, muy grande y lujosa, donde podía alojarnos. Sonaba a otro comentario que salía de su orgullo. Hubiera estado muy bien aceptar, porque Harare parece ser una ciudad muy linda e interesante, no como Lusaka. Pero como su comentario sonaba más bien a un compromiso, lo dejamos pasar. Tony nos acompañó a despedirnos de Fiona. Les preguntamos dónde conseguir agua, y enseguida Tony salió disparado a buscar. Fiona nos explicó que todas las mañanas cargaban en la camioneta de Tony un tonel de metal gigante, con el cual iban a buscar agua potable a no se qué parte del pueblo. Que era una rutina que todos hacían. Tony fue a buscar agua al tonel ese, pero estaba vacío. No entendían por qué. Le dijimos que no se preocupe, pero salió disparado hacia el bar. Fiona nos contó que encima del árbol donde estabamos parados siempre había leopardos, y que a los perros todas las noches había que guardarlos dentro de la casa para que no los ataquen. Un leopardo que saltó desde ese mismo árbol encima nuestro había matado a su perro. “Los leopardos nunca matan a los perros de los africanos, que andan sueltos por la calle. Siempre a los otros.. a los nuestros”, decía enojada. Tony volvió con dos botellas envasadas de vidrio de agua con gas. Insistimos en pagarle, pero no aceptó. Un genio.

Nos subimos al auto, próximo destino Binga. Habíamos tomado dos cervezas cada uno. A Duby le sobraba un poco de su segunda cerveza; nos detuvimos junto a un jardinero parecido al de The Green Mile pero mucho más joven para preguntarle indicaciones a la ruta, le ofrecimos la cerveza, la rechazó, se pararon al lado nuestro Tony y Fiona en su auto, nos saludaron amistosamente, y salimos a la ruta.

Levantamos a una chica que hacía dedo, y por primera vez llevamos a alguien en la parte de adelante. Nos contó que era estudiante de farmacia en la universidad de no se dónde, y era la primer africana que conocía bien dónde quedaban Argentina y Brasil, y datos culturales de los dos lugares. La tenía muy clara. El esposo era milico, y tenía dos hijos. Se sentía que estabamos en un país mucho más culto, más educado. No hay dudas respecto a esto. La gente sabía explicarte cómo llegar a un lugar, se podía hablar. Se trata de un país con muy buena tierra, buen ganado, gente educada, nivel cultural alto, pero un país destruido y pobre. Me hacía sentir en casa. Zimbabwe me flasheaba como ningún otro país de Africa. Era el país más pobre, más deprimente, pero el más interesante.

Mientras avanzabamos con nuestra estudiante de farmacia, le contabamos que nuestra especialidad era el entrenamiento de los llamados pinguinos patagónicos, y que para cambiar un poco la rutina de los pinguinos que ya nos tenían cansados, nos habían mandado a Durban a aprender a entrenar delfines. Nos preguntó si ibamos a volver a Kariba, y le dijimos que sí, que el año siguiente. Nos dejó su teléfono y se bajó del auto.

Levantamos luego a dos chicas con sus hijitos bebés. Fueron en la parte de atrás porque no entraban adelante. Les pusimos las colchas con las que dormíamos para que tengan donde apoyar el tujes. Un par de Kilómetros después nos indicaron que paremos para que se bajen. Estabamos en la mitad de la nada, pero a lo lejos llegamos a percibir una especie de tribu. Se bajaron, dejando un olor a chivo tremendo en la parte de atrás. Las minas se caminan 100 Km por día por trabajo, cargando hijos, baldes de agua, Saltza, etc.

Estabamos entonces nuevamente en la ruta, avanzando a 130 Km/h con nuestra máquina indestructible, levantando africanos, dejandolos en sus casas, adentrándonos cada vez más en el interior de Zimbabwe, en el corazón de Africa; sintiéndonos cada vez más parte de un país que se sentía hecho a medida para dos sudacas aventureros y desquiciados.

Lo que sigue es la noche más loca del viaje; la más loca de nuestras vidas.
Amerita mail aparte.

Saludos.

Similar Posts

Leave a Reply

Your email address will not be published. Required fields are marked *