Ruta a Binga #14

Si quieren ponerle cara a uno de los personajes del relato anterior, este es el hippie drogón que llevamos en la camioneta:

http://www.youtube.com/watch?v=85x1ZCaugmo

La ruta a Binga parecía de lo más decente. Kilómetros de asfalto en un estado relativamente bueno. Ibamos por el buen camino del señor. Del señor Tony. Cuando digo kilómetros, digo 150 Kilómetros, porque la ruta se convirtió en una tierra anaranjada con ripio arriba. Seguimos camino pensando “ya volverá el asfalto”. Eran las 18 horas. El camino estaba rodeado de casitas pequeñas con techo de paja a intervalos irregulares. Cada casita tenía girasoles alrededor. Un paisaje para que retrate Van Gogh.

Estabamos un tanto preocupados por estar en un camino de tierra en medio de Zimbabwe, sin encontrar hotel ni lodge ni nada donde dormir, pero confiabamos en que el asfalto volvería, o algún lodge aparecería. Empezó a caer la noche, sin noticias del lodge ni del asfalto. Pensamos seriamente en preguntar en una tribu si podíamos armar la carpa ahí, pero por alguna razón no nos animamos. Decidimos seguir camino cueste lo que cueste. Eran las 19 hs y habíamos calculado unas 5 horas más hasta Binga por ese camino de tierra.

A medida que avanzabamos, el camino se iba angostando, y la maleza condensando. La ruta se convirtió en un camino destruido de subidas y bajadas, con grietas generadas por agua que habrá caído en los últimos 100 años, de 50 centímetros de espesor. Manejabamos a 50 Km/h esquivando las grietas para que no se estanque la cubierta. Ya se había hecho de noche, y lo único que veíamos eran los 50 metros que separaban a la camioneta de nuestro destino. Por momentos pasabamos al lado de algún negro que se quedaba paralizado como un animal enceguecido por la luz. No sabíamos qué había alrededor nuestro, qué había más allá de los árboles que ibamos pasando. Cada 200 metros un buho, que esperaba parado en medio de la ruta, despegaba vuelo al ver que nos acercabamos. Empezamos a preocuparnos un poco más en serio. Estabamos en la mitad de Africa, en el medio de Zimbabwe, a 2 horas de un camino de asfalto, en la mitad de la jungla a la noche.

El terreno empezó a mostrarse más humedo. Las ruedas patinaban por momentos y sentíamos que hasta ahí habíamos llegado. Llegó el momento de activar la 4×4. Para eso, hacía falta bajarnos de la 4×4. No encontrabamos la linterna. Abrimos las puertas, y nos dimos cuenta de lo oscuro que estaba afuera. No veíamos absolutamente nada. Ni a 1 metro de distancia. Sólo veíamos en el sentido de la luz. Cerramos rápidamente nuestras puertas asustados, para recobrar el aire, volver a concentrarnos, y salir rápidamente a activar la 4×4. Volvimos a entrar y largamos el aire ya sentados nuevamente. Es difícil de explicar el miedo que sentíamos. Uno lo piensa racionalmente, y por supuesto que las probabilidades de que haya un león, un leopardo, un elefante, un escorpión, un caníbal o una tribu de caníbales son muy remotas, pero igual se sentía como una locura bajarse en ese lugar, en el medio de la noche, de la camioneta.

Con la 4×4 ya activada, seguimos camino. La máquina rugía como un animal más, hundiéndose en la noche africana. Los patinazos se hicieron frecuentes: 90 grados hacia la izquierda, 90 grados hacia la derecha. Manteníamos la velocidad inicial de 50 km/h para impedir que se quede en algún pozo por la inercia. Los relámpagos y truenos parecían acercarse cada vez más, por detrás nuestro. Hicimos un cálculo. Faltaban unos 150 kilómetros, y estabamos manejando a 50 km/h. Faltarían 3 horas para llegar a Binga, un pueblo del que no sabíamos qué esperar. Veníamos manejando hace 10 horas, muy cansados, con sueño, el piso mojado, la camioneta patinando, de noche, sin saber si había tribus alrededor o qué. Cruzamos algunos puentes tenebrosos, de los cuales no veíamos el final porque las luces no llegaban. Sentíamos que nos ibamos a caer en un puente sin terminar.

¿Otros autos? Olvídense. Hacía 2 horas que no veíamos otro. Solamente una carreta que más que tranquilizarnos nos asustó. Al pasarla, empecé a calcular cuánto tardaría esa carreta en llegar al punto en el que estabamos, a medida que avanzabamos. Pensaba: si se queda la 4×4 acá, esos caníbales de la carreta van a tardar X tiempo en comernos. Rezaba porque no se quede el motor, que no se quede atascada en el barro.

Finalmente el cansancio y el temor nos superaron. Faltaban 2 horas por lo menos hasta Binga, y no queríamos correr el riesgo de atascar la camioneta en el barro en la mitad de la selva y tener que buscar al día siguiente a 700 grones para que la empujen. Decidimos dormir ahí. No nos animabamos a estar 15 minutos afuera armando la carpa, así que el plan era dormir yo en la cabina y Duby en el baúl. Empezamos a girar la camioneta hacia los costados para verificar que no haya una tribu cerca. Giramos lentamente hacia la izquierda y ahí estaba: una tribu. Sentí que iba a despertar a la tribu entera por estar iluminándolos. Salimos disparados del lugar, con más miedo que antes. Leído ahora es difícil de entender tanto miedo. Después de todo, ¿qué nos iban a hacer los de la tribu?

Hicimos 10 kilómetros más, y finalmente encontramos un lugar que aparentemente no tenía tribus alrededor. Llegó el momento de la decisión para Duby. Decidir si dormir en el baúl encerrado desde afuera, o con el baúl abierto. Decidió la primera. Nos bajamos del auto, él se metió en el baúl, y lo encerré. Nos tiramos a dormir.

A las 12 de la noche, después de dormir 2 horas, empezó a llover torrencialmente. Me empezó a dar mucho miedo, fundamentalmente miedo de que se entierre la camioneta por la lluvia y no la podamos sacar nunca más. Miedo por el viento que la sacudía, miedo por los animales de afuera, por las tribus, por estar durmiendo en la mitad de Africa. Pensaba en mi vida convencional, y dudaba sinceramente de poder volver a ella. Estaba casi seguro que no iba a pasar de esa noche. Que algo iba a pasar, que alguien nos iba a comer. Pensaba en mi vida de todos los días, en la comodidad de mi casa, y cada vez se me hacía más difícil imaginarme esa realidad como real. Lo veía ficticio. Imposible de que vuelva a existir tanta comodidad, tanta seguridad. Tanta pulsión de muerte. Le pegué un grito a Duby de “vamos”, que contestó casi inmediatamente después con un: “¿te volviste loco?”. Después me dijo que cuando me escuchó decir eso, creyó realmente que me había agarrado un ataque psicótico. No tenía sentido irnos en ese momento, mientras estabamos dormidos, cansados, y encima había empezado a llover. Le expliqué que me daba miedo que se siga enterrando. Todo a los gritos. La lluvia empeoró, y golpeaba contra el techo con tanta fuerza que ya no escuchabamos nuestros gritos. El diálogo se hizo imposible. Hay una comunicación sólo visual entre la cabina y el baúl por un vidrio, pero no nos veíamos, salvo cuando los relámpagos nos iluminaban. Empezamos a comunicarnos mediante señas, regidos por los intervalos de los relámpagos. Yo le hacía pulgar hacia arriba para ver si estaba todo bien. Sinceramente me sentía adentro de una película de terror. Esperando al relámpago para poder ver al otro y que el otro me vea. Era de locos. Duby intentó comunicarme que le vaya a abrir, pero no lo entendía. Los relámpagos solamente permitían ver un fotograma de sus movimientos. Finalmente nos decidimos a abrir las ventanas, y empapandonos las cabezas pudimos entendernos. Duby propuso volver al asfalto, y me pareció una buena idea. Era muchísimo más largo por ese camino, sin ir a Binga, pero por lo menos estabamos más cerca del asfalto que de Binga,  y conocíamos ese camino.

Le dije a Duby que aguante hasta el asfalto ahí encerrado, pero me dijo que ni loco. La verdad es que tenía mucho sentido: si la camioneta volcaba, se caía por un puente, chocabamos… Duby no podía estar encerrado ahí. Por otra parte los pozos que agarrabamos y las patinadas sin un cinturón de seguridad hubieran sido inmanejables. Me tocaba entonces salir de la camioneta con esa lluvia torrencial a abrirle el baúl.

Bajé de la camioneta. Las llaves me temblaban en la mano por el frío y el miedo. En 10 segundos estaba completamente mojado. Las manos me temblaban tanto que no podía abrir el baúl. Miraba a los costados tratando de discernir alguna figura en el horizonte que se acerque para atacarme. Me imaginé un león saltando sobre mis espaldas antes de haber logrado abrir el baúl, y Duby viendo cómo me destrozaba sin poder hacer nada. Finalmente logré abrir el baúl sin que me coma un león, y nos metimos adentro. La 4×4 estaba todavía activada. El temor principal era no lograr sacarla del lugar en donde habíamos parado para dormir, pero salió casi sin problemas. A partir de ahí tuvimos que mantener el viejo ritmo de 50 Km/h para impedir que se quede atascada. Con la lluvia, los patinazos se habían hecho mucho más severos, y le pasamos cerca a un par de barrancos jodidos, y a unas grietas. Los pozos sacudían la camioneta y nos sentíamos adentro de un lavaropas, o de la lancha.

Sabíamos que no teníamos opción. Que Tony nos había indicado que era todo asfalto y que había hoteles, lodges y de todo en la ruta, pero aún así sentíamos que estabamos totalmente locos por estar manejando ahí, en esas circunstancias.

Finalmente llegamos al asfalto. Lo peor había pasado. Eran las 3 de la mañana, veníamos viajando desde las 12 del mediodía, y habíamos dormido mal 2 horas. En el asfalto no había nada, ningún lugar para dormir. Era una ruta que salía perpendicular a la que veníamos. Manejamos unas 2 horas, con un sueño abismal, escuchando muy fuerte Dangerous de Roxette. Cantando, borrachos por el sueño, intentando no dormirnos. Cerca de las 5 de la mañana, algunas personas ya caminaban al costado de la ruta, en plena noche. Un auto sin balizas parado en la mitad de la ruta nos hizo bajar la velocidad con precaución.

Finalmente llegamos a un pueblito, y empezamos a buscar un lugar para dormir. Imposible. Ni hotel, ni lodge, ni camping. Nada. A las 5:30 detuvimos el auto al lado de una iglesia y nos tiramos a dormir igual que antes. Duby en el baúl y yo en la cabina. A las 7 am nos despertamos. Un chico pasaba al lado nuestro para ir al colegio. Arrancamos el motor, y nos fuimos a buscar nafta.

Terminamos negociando el precio, y creo que pagamos 1 dólar. Empezamos a preguntar en la terminal de micros, por todas partes, cómo llegar a Victoria Falls. Nadie parecía tenerla muy clara. Finalmente alguien nos indicó un camino que parecía posible, y nos mandamos.

Era un camino de tierra naranja misionero. Ya estabamos de mejor humor, aunque con mucho sueño. Saludabamos a la gente, y nos respondían el saludo con alegría. Los chicos bailaban mientras nos saludaban al pasar. Muchos carteles que indicaban la presencia de un colegio en una región sin gente. El camino era ancho, con muchos pozos húmedos, pero era posible esquivarlos facilmente. Duby decidió sentarse en la ventana, sacando la mitad del cuerpo hacia fuera. Una señora pasó a nuestro lado y la saludamos alegremente, mientras yo esquivaba un pozo desviandome hacia la izquierda. No alcancé a ver el árbol de espinas que estaba a un costado de la ruta, y pocos segundos después Duby me mostraba unos 15 cortes que tenía en la espalda sangrando. El rostro de Duby se volvió pálido de miedo. Decía: “decime la verdad loco, tengo la espalda empapada de sangre, ¿no?”. Yo lo tranquilizaba, diciendole que eran cortes, que había sangre, pero que no chorreaba nada. Buscamos algunas cosas de primeros auxilios, lo desinfecté, y de a poco se fue tranquilizando y dándose cuenta de que no se iba a morir. Cambió el discurso de “tengo la espalda empapada de sangre” por: “decime la verdad loco, me van a quedar marcas permanentes, ¿no?”. Yo negaba con convicción. Al principio estaba seguro que no le iban a quedar marcas permanentes, y me reía fuertemente descalificando sus miedos. Después me dio un poco de miedo que por la velocidad del roce, no le haya sangrado por cicatrizar gracias al calor, y que le queden marcas. Eso no se lo dije. Duby estuvo todo el viaje mariconeando con “qué necesidad tenía de sentarme ahí.. soy un boludo”, y yo sintiéndome un poco culpable por haberle entrado de lleno al árbol. Ahí empezó a dudar de alquilar motos en Cape Town.

Finalmente, unas 4 horas después, 24 horas después de haber salido, habiendo dormido 4 horas, llegamos a otro camino de asfalto. Empezamos a buscar un lugar para comer, convencidos de que iba a haber algo potable. Nos equivocamos. Terminamos en una especie de casa de familia, preguntando qué se podía comer. La mina nos dijo “Meat with Saltza”. ¿Qué es Saltza? Nos mostró una cacerola gigante de cárcel, con una especie de puré adentro. Algunas burbujas de puré reventaban en la superficie. Muy tentador. Contra toda apuesta, aceptamos el reto de comer eso.

Media hora después, nos sentamos en esa mesa con moscas, paredes sin pintar, a comer esa comida con agua que probablemente no estaba hervida y tenía cólera. Esperamos que traigan los cubiertos pero no llegaban. Los pedimos, y se rieron, indicando que comamos con las manos. Genial. Duby insistió, y mientras le buscaban tenedor y cuchillo, yo ya había metido mis dedos en la Saltza esa. Tenía un gusto raro. Definitivamente no era puré. El pedacito de carne, diminuto, era durísimo, un chicle. Al rato trajeron cubiertos para los dos y seguí como un ser humano. Dejé el 80% de la Saltza, y me comí lo que pude de la carne durísima. Agradecimos, les dijimos que la comida estaba increible, y nos fuimos.

Cargamos un poco de nafta en la ruta, y seguimos viaje hacia Victoria Falls. Era increible sentir que nos acercábamos nuevamente a la civilización, que habíamos logrado sobrevivir, a pesar del sueño y del miedo. Pronto estaríamos nuevamente en las Vic Falls, donde supimos ser felices, en un paraíso sueco, aunque esta vez del lado de Zimbabwe.

To be Continued…

chan chara rán.

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