Tarea 04: Haroldo Conti: Álamo Carolina

En las afueras del centro de Paso de los Libres, Corrientes, un pequeño árbol se acomoda de la mejor manera posible con el objeto de atajar los pelotazos que envía El Pampa, un niño de unos 7 años, en su dirección. Siempre creyó, el árbol, que el niño jugaba con él, aunque por momentos la pelota parecía ir dirigida a un poste de luz ubicado a 2 metros suyo. Con el tiempo, el pobre árbol, fue percibiendo que el niño en realidad jugaba con la pared que estaba detrás, la cual le devolvía los pelotazos con mucha agilidad: siempre en el sentido contrario con el cual venían, y con casi la misma intensidad. El árbol lo había intentado muchas veces, pero siempre le resultaba imposible devolver la pelota en el sentido contrario tal como lo hacía la pared. Muchas veces, apenas la tocaba con la corteza, la pelota seguía de largo, con un ligero desvío, y terminaba como siempre: en la pared. Para el árbol ésta era la máxima de las frustraciones, el no poder devolverle la pelota al niño cuando él se la daba. Pero todo su malestar se esfumaba cuando veía al niño festejar gritando “gol”. Después de todo, era su mejor amigo.

En las primaveras de la adolescencia de El Pampa, el árbol desplegaba toda su belleza. El niño había adquirido una cámara fotográfica, e insistía en fotografiar al árbol, el cual improvisaba diferentes poses, sintiéndose hermoso. Era su mejor época. Por momentos enmarcaba al niño entre sus hojas y jugaba, él también, a fotografiarlo.

En las tardes de verano, arrojaba una sombra cada vez más grande sobre El Pampa. Él, ya no tan niño, la sabía aprovechar como mejor podía: Invitaba a amigas a compartir la sombra, y les declaraba su amor inscribiendo sus nombres en su gigante amigo. Al árbol, si bien le dolían físicamente estas manifestaciones de amor, decidía soportarlas, porque de eso se trataba la amistad.

El otoño encontraba generalmente a El Pampa muy ocupado con sus tareas, y era difícil que salga al patio a compartir con el árbol. Cada vez estaban menos tiempo juntos, y el árbol sentía una inmensa soledad. Habían compartido mucho, se había dejado fotografiar y tatuar, pero la soledad le resultaba intolerable. Desprendía sus hojas, y obligaba a El Pampa a compartir unos breves momentos con él, mientras las levantaba del piso desganadamente.

El invierno los reencontró como nunca: el árbol observaba a El Pampa pasar tardes enteras en el patio, ordenando, limpiando y midiendo. No habían compartido tanto tiempo juntos desde niños. Si bien el árbol no llevaba cuentas en la amistad, sentía que finalmente El Pampa estaba reconociendo todos sus esfuerzos y sacrificios. Terminado el invierno, y terminada la limpieza, El Pampa entró al patio acompañado por un hombre. Tomaron las medidas del árbol, conversaron durante unos breves instantes, señalaron algunos sectores agrietados del piso de la casa y partieron.

El hombre volvió, unos pocos días después, con una inmensa máquina dentada. El árbol comprendió, con el enorme peso de su caída, cuál había sido la verdadera naturaleza de su amistad.

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