Tarea 12: Juan Rulfo: Continuación

El hombre se sujetó sin aliento de la corteza, apoyando todo su antebrazo y el peso de su cuerpo en el tronco. Esperó, mientras el brazo resbalaba lentamente, que el árbol extienda sus raíces y comience a caminar, llevándolo a cuestas. Entre las hojas, contorneadas por la luz del sol, percibió el rostro de su hijo. Recuperó el aire, agradeció al árbol por el sustento, y continuó la marcha.

El joven abandonó el hogar por la noche, mientras su madre y hermano dormían. Ella nunca podría entender que él, como todos los jóvenes, era inmortal, y debía vengar a su padre. Era la primera vez que se adentraba tan profundo en el bosque, y la primera vez en hacerlo de noche. Pero no tenía miedo.

El hombre sabía que, de no encontrar a la familia del hombre que acababa de matar, sus hijos reclamarían venganza al alcanzar edad adulta. No creyó que la noticia del ajusticiamiento cruzaría el río antes que él, pero de todas formas se arrodilló junto al río, tomó el machete, y se afeitó el bigote para evitar ser reconocido. Terminada la tarea, volcó una manta sobre el pasto junto al río, y se acostó a descansar. Vio cómo el rostro de su hijo se disolvía entre las estrellas a medida que alcanzaba el sueño, y luchó por mantenerse despierto para no perderlo una vez más.

El joven decidió conservar energías para el día siguiente: nunca antes había matado a un hombre. Se acercó al río, buscando un sitio donde dormir. Sus pasos sobre las hojas secas lo despertaron. El hombre lo invitó a descansar a su lado. De ésta forma podrían cuidarse mutuamente. Al despertar, cada uno se dedicó a sus tareas. Encendieron un fuego, y compartieron un breve desayuno en cómodo silencio. El joven tenía la mirada perdida en la taza de mate cocido que le había sido convidada, sin poder alejar la mente de la venganza próxima. El hombre observó detenidamente los zapatos embarrados de suela plana del joven; luego el rifle, y por último sus ojos, en los cuales encontró algo familiar. Creyó verse a sí mismo, y temió por aquel que reciba el fruto de tanto odio. El joven levantó la mirada de la taza y encontró la del hombre, quien lo regresó a la realidad, y a la urgencia de reclamar por su padre. Sintió cómo retornaba la ansiedad de la noche anterior, el odio, y se levantó de un salto, pretendiendo tener una hombría que aún no había ganado. Mientras se despedían, en silencio, el hombre le regaló unos zapatos de monte, para evitar que se siga resbalando en todas las cuestas embarradas. El joven asintió con la cabeza, en agradecimiento, y se alejó hacia el río.

Al llegar a la casa de los Urquidi, y encontrarla vacía, su impaciencia tornó en hostilidad: su hombría dependía de encontrar a ese hombre y vengar a su padre. Finalmente, después de interrogar a todo el pueblo, fue un borreguero el que le hizo comprender que aquel hombre con el que había compartido la orilla del río por una noche, era el asesino de su padre. Y no tardó en darse cuenta que ese mismo hombre se dirigía a su casa, buscando a su madre, a su hermano y también a él.

Sin fuerzas, atravesó el río nadando, trepó angostos caminos de barro sujetándose de las raíces de los árboles. Sintió que se desmayaba en más de una ocasión. Si el hombre caminaba tranquilo, y él no se detenía, podría alcanzarlo.

El hombre se asomó a la ventana de la casa señalada, y observó a la mujer servir la comida a su hijo menor. La escena, familiar para él como para todas las familias, no entibió su sangre. Tomó con cuidado el rifle y apuntó. La puerta se abrió, con la entrada intempestiva del hijo mayor, mientras la bala abandonaba el rifle. La madre cayó al piso, y el hombre vio nuevamente, y por última vez, el rostro de su hijo en la oscuridad. El joven apretó el gatillo, y fue hombre.

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