Tarea 14: Carver

Levantó la mirada de la porción de pizza y se encontró con la yema de sus ojos azules, y la clara enrojecida por tanto llorar. Más abajo, una tímida sonrisa cómplice por la situación extraña en la que se encontraban: ninguno había probado bocado, y el mozo se acercaba con una caja para guardarles la pizza entera.

En la calle, caminaron la cuadra y media que los separaba de la casa de él. Sólo se atrevían a hablar de la anécdota de la pizza, de cómo una supuesta pareja podía sentarse en una confitería, pedir una pizza, dejar que se enfríe, y preguntar si se la podían llevar. Cuando en realidad él pensaba en si debía invitarla a subir, después de una semana sin verse, o mostrarse fuerte, entero, como si no la necesitase.

Se sentaron en el cordón de la vereda, frente al departamento, y siguieron hablando de la pizza: ahora no sólo tenían una pizza entera en una caja, sino que además estaban sentados en el cordón de una vereda, sin saber qué decirse. Ella quería seguir, estaba bien con él, se sentía cuidada, querida, la pasaba bien. Él la amaba, sólo quería estar con ella, pero sabía que ella no lo amaba. Y no era sólo una sospecha: ella se lo había dicho, una semana antes.

Ella había interrumpido el sexo de golpe, y él, después de verla mal, esquivando su mirada, con los ojos azules rojos de contener lágrimas, le había preguntado si estaba así por algo de su relación. Supo, muy a su pesar, que ella lo quería, que le gustaba, pero que ya no lo amaba. Se sintió aturdido por unos segundos, un tanto mareado. Estaba claro, siempre lo supo, pero aún así se sorprendió. Sólo pudo contestar: “yo todavía sí”.

No quiso verla por una semana. Ella lo llamó llorando; había pensado mucho en él: quería verlo. Y se encontraron a comer esa incomible pizza.

Se sentaron en el auto de ella. Él no quería que ella suba a su casa. No sólo por mostrarse fuerte, por intentar recuperar las riendas de la relación, por intentar mantener esa cuerda amorosa tensionada desde su extremo, sino también porque no podía imaginarse el estar acostado a su lado en la cama, y sentirse una mierda. Dormir con ella sería aceptar ser rechazado, asumir su rol desesperante de amante sin orgullo, de amante que no pide nada a cambio. No quiso ser ese hombre, y la rechazó, a pesar de sus lágrimas, a pesar de los pedidos de que la invite a subir. Vio en ella esa vulnerabilidad que siempre lo enamoraba en las mujeres menores a él, esa fragilidad que le daba a entender que no podría lastimarlo: una persona tan frágil y vulnerable necesita que la cuiden. Evidentemente, se había equivocado. Se despidieron con un beso, y quedaron en que se seguirían viendo, pero no esa noche.

Transcurrieron 4 meses. Quién sabe cómo o por qué. Él pasaba noches enteras pensando en cómo enamorarla, calculando cuál sería la distancia perfecta que debía mantener para generar un deseo en ella que trascienda lo sexual, que trascienda el querer, y que ella pueda llamar amor. Se veían regularmente, 2 ó 3 veces por semana. Llevaban tres años de relación y ya no lo amaba. Él se preguntaba por qué ella no terminaba la relación.

La última vez que se vieron, ella le preguntó lo mismo: “¿por qué no me cortaste?”. Él bromeó acerca de la situación, acerca de los 4 meses de duelo que habían tenido que hacer extrañamente juntos. Ninguno mostró tristeza, y los dos lo adjudicaron a esos 4 meses que tuvieron juntos sabiendo que se terminaría. Ella se lo dijo: “te veo bien igual, contento”. Y él contestó: “Si, bueno, digamos que ya nos lo esperábamos… igual sí estoy mal, estoy bastante mal, pero soy buen actor”, le dijo mientras escondía la sonrisa tragando saliva y desviando la mirada.

La dejó en la casa, se dieron el último beso, desembocó en Echeverría, luego en Libertador, y rompió en llanto. Sintió cómo le faltaba el aire. Estacionó el auto, y respiró lentamente, intentando tranquilizarse. Se había terminado la eterna y agotadora misión de enamorar al que no quiere ser enamorado, debía encontrar algún tipo de paz en eso.

Había sido la primer mujer que había amado: más de 10 años de amor platónico, materializado en un reencuentro casual a través de su hermana. Ya adulto, con experiencia, se mostró lo suficientemente confiado como para arriesgar el hacerla reír, el intentar robarle un beso, el pedirle el teléfono y el invitarla a salir. Todo había funcionado a la perfección, como en una película: el reencuentro con la primer mujer amada después de muchos despechos amorosos, la seducción, el triunfo, el amor.

De a poco fue encontrando consuelo donde no debía encontrarlo. En realidad, quién dice que no debía encontrarlo ahí. A lo mejor consuelo es consuelo y no importa dónde se lo encuentra. No fue en la botella, ni en el juego. Encontró consuelo en pensar que ella cambiaría de idea, que a lo mejor pasarían 10 años, ó 30 años, y podrían volver a estar juntos. Ella reconocería todo lo que él la había querido, cómo la había cuidado, cómo la hacía reír, y volverían a estar juntos. Si a Nino Manfreddi le pasó en Nos Habíamos Amado Tanto, ¿por qué no a él?

Aquel consuelo fue el primer paso que dio para dejarla ir, para lentamente sentir menos dolor y más Así Es La Vida. El segundo paso que dio para dejarla ir fue escuchar, 6 meses después, que estaba embarazada, y no de él. Sintió que si su vida era una película, estaba cambiando violentamente de género: de la tragedia a la comedia en una línea de diálogo. La hermana se lo tuvo guardado por un mes porque “le daba cosa contarle”. Estaba embarazada de un tipo de 53 años, jefe de cátedra de la facultad donde ella era JTP. El tipo tenía un hijo de 16 años. También encontró consuelo en eso. Por lo menos no era un pibe de su edad, mejor que él. Esto demostraba que él seguía siendo flor de pretendiente, un tipazo, y que la mina, simplemente, estaba loca.

Encontró consuelo en conquistar otras mujeres, en lograr hacerlas llegar al orgasmo o al menos creer que lo había logrado. Encontró consuelo en la noche, en los amigos, en los clavos que sacan a otros clavos, en las películas con finales felices, en pasarse la tarde mirando el río e imaginarse las historias de la tripulación de un barco vietnamita que carga soja en un puerto de Rosario. Encontró no sólo consuelo, sino también remedio, en Nadia, una mujer 5 años menor que él. Ella lo ama, aunque él no la ame. Ahora sí: no puede lastimarlo.

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